Dirección y gestión de los servicios públicos
Nuestra Carta Fundamental establece que la dirección y la gestión de los servicios públicos están confiadas al Consejo de Ministros, y a cada ministro en los asuntos que competen a la cartera a su cargo.
Esta norma constitucional sintetiza una concepción republicana de gobierno: el poder no es un fin en sí mismo, sino un instrumento al servicio de la ciudadanía. La gestión de los servicios públicos, por tanto, trasciende lo meramente administrativo para convertirse en una expresión concreta de los derechos fundamentales, del principio de legalidad y de la responsabilidad política.
La institucionalización de la dirección y gestión de los servicios públicos en el Perú tiene raíces sólidas en su historia constitucional. La Constitución de 1933, en sus artículos 157 y 178, atribuía funciones ejecutivas al Presidente del Consejo de Ministros y al gabinete, esbozando una primera noción de colegialidad en la conducción pública. Esta visión fue consolidada en la Constitución de 1979, cuyo artículo 212 encargó al Consejo de Ministros la política general de gobierno y la administración pública. Este desarrollo muestra una transición desde el presidencialismo centralizado hacia una gestión colegiada, donde el Consejo articula las decisiones del Ejecutivo y cada ministerio responde por su sector. Se fortalece así una racionalidad republicana basada en la descentralización, la técnica administrativa y la responsabilidad política como pilares de la gestión estatal.
El carácter esencial de los servicios públicos en un Estado constitucional no solo se sostiene en la normativa interna, sino también en los compromisos internacionales del Perú en materia de derechos humanos. Instrumentos como la Declaración Universal de Derechos Humanos (art. 21.2), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 25.c) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 23.1.c) establecen el derecho de toda persona a participar en los asuntos públicos y a acceder, en igualdad, a funciones estatales. Estas disposiciones refuerzan el deber estatal de garantizar una administración orientada al interés general, regida por principios de transparencia, eficiencia y equidad. En este marco, la gestión de los servicios públicos —a cargo del Consejo de Ministros y de cada titular sectorial— constituye tanto una obligación estatal como un derecho ciudadano. Por tanto, su organización, financiamiento y fiscalización deben desarrollarse conforme a estándares internos y parámetros internacionales que aseguren una gobernanza democrática y el respeto efectivo de los derechos fundamentales.
Desde una perspectiva político-jurídica, la norma que confía al Consejo de Ministros la dirección y gestión de los servicios públicos establece una doble responsabilidad: colectiva, como órgano que delibera y define la política general; e individual, asignada a cada ministro según su sector. Esta estructura evita el decisionismo presidencial y promueve un modelo de corresponsabilidad funcional que equilibra el poder en el Ejecutivo. Además, al reconocer el control político y judicial de la gestión pública, se configura una administración democrática: los ministros rinden cuentas ante el Congreso y los ciudadanos pueden exigir, por vías legales, el cumplimiento de los deberes estatales en la prestación de servicios públicos. Así, la legitimidad gubernamental se construye sobre la transparencia, la rendición de cuentas y el respeto a los derechos fundamentales.
En conclusión, la dirección y gestión de los servicios públicos, como mandato constitucional, trasciende su dimensión normativa para convertirse en expresión del principio republicano según el cual el poder es servicio al bien común, no prerrogativa de dominio. Este precepto no solo organiza competencias ejecutivas, sino que articula una responsabilidad ética, jurídica y política que interpela al Consejo de Ministros y a cada titular de cartera a actuar con legalidad, eficiencia y vocación democrática. En un país con profundas brechas y desafíos de gobernabilidad, fortalecer esta función constitucional resulta clave para consolidar un Estado social y democrático de derecho, donde el poder público se legitime por su capacidad de transformar la realidad en favor de los derechos, la equidad y la dignidad ciudadana.
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