Dina Boluarte y la desconexión con la realidad: cuando la incapacidad e indiferencia se vuelven inmorales
Dina Ercilia Boluarte Zegarra pasa a la historia como otra presidenta del Perú destituida por el Congreso bajo la causal de incapacidad moral permanente. Antes que ella, Alberto Fujimori, Martín Vizcarra y Pedro Castillo siguieron la misma suerte, todos al amparo del inciso 2 del artículo 113 de la Constitución. Cuatro presidentes en poco más de dos décadas: una cifra que no solo revela inestabilidad, sino también la profunda descomposición de nuestra clase política y la fragilidad institucional que padece el país.
Lo que más indignaba del gobierno de Dina Boluarte no era solo lo que se sabía —los relojes de lujo, las cirugías, los cofres—, sino lo que se veía todos los días: una autoridad desconectada de la realidad, encerrada en un espejismo, como si gobernara desde “Alicia en el país de las maravillas”. Vivía en un paraíso imaginario mientras el Perú real se desangraba bajo una ola imparable de delincuencia, extorsión y miedo.
Los ciudadanos siendo extorsionados y asesinados a diario, viviendo en un estado de permanente zozobra, mientras “Dina la viajera” constantemente viajaba al extranjero, hablaba de logros inexistentes y mostraba una soberbia e indolencia que rayaba en la negación de la tragedia nacional. No fue capaz de escuchar ni de comprender el sufrimiento de un país que pedía a gritos seguridad, justicia y decencia en el poder.
Los casos que la rodearon no fueron simples “errores de percepción”, como intentó sostener. Fueron señales claras de cómo se entiende el poder: como un privilegio personal y no como una responsabilidad pública. Cada reloj, cada silencio, cada gesto altivo fue un recordatorio de que la corrupción no solo roba dinero, sino también confianza, esperanza y dignidad.
Su destitución era inevitable, pero no debería celebrarse como un triunfo, sino asumirse como una advertencia. La incapacidad moral permanente no puede seguir siendo un comodín político, sino una llamada urgente a revisar nuestra institucionalidad y nuestra conciencia colectiva. No podemos seguir cambiando presidentes como si eso bastara para curar una enfermedad que es mucho más profunda.
El Perú necesita una verdadera reforma política y ética. Una que no solo cambie leyes, sino comportamientos. Que exija transparencia, sancione la impunidad y devuelva al ciudadano el sentido de pertenencia y confianza en sus autoridades e instituciones.
Hoy, el gobierno de transición enfrenta el enorme reto de recuperar la autoridad moral del Estado y devolver la seguridad a las calles. Pero la lucha contra la corrupción no empieza ni termina con un presidente: empieza en cada institución, en cada servidor público y en cada ciudadano.
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