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“Dichosos los pobres porque vuestro es el reino de Dios”

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Fecha Publicación: 15/02/2025 - 20:00
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Hermanos, hoy celebramos el VI Domingo del Tiempo Ordinario, y la Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre en quién depositamos nuestra confianza: en las seguridades humanas o en el Señor.
La primera lectura, del profeta Jeremías, nos dice: “Maldito el que confía en el hombre y busca su fuerza en la carne, apartando su corazón del Señor”. Vivimos en una sociedad que nos empuja a buscar seguridad en el dinero, en el poder, en el éxito personal. Ponemos nuestras fuerzas en lo material y nos olvidamos de Dios. Pero la Palabra de Jeremías nos advierte que esto nos conduce al desierto, a una vida estéril y sin sentido. En contraste, nos dice: “Bendito el que confía en el Señor y pone en Él su esperanza”.
Por eso, respondemos con el Salmo 1: “Dichoso el hombre que pone su confianza en el Señor y no sigue el consejo de los impíos”. ¿Quiénes son los impíos? Aquellos que ponen su corazón en el mundo, que viven en la crítica, el desprecio y la burla hacia los demás. La Palabra nos exhorta a no sentarnos en la reunión de los cínicos, en aquellos que solo buscan denigrar al prójimo, sino a confiar en el camino del Señor, porque “Él protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal”.
En la segunda lectura, de la Primera Carta a los Corintios, San Pablo nos enfrenta a una gran verdad: la resurrección de los muertos. Algunos dudaban de la resurrección, y Él les responde con firmeza: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido”. Nuestra esperanza no puede quedar solo en esta vida. Si creemos en Cristo, creemos en la resurrección, porque Él es el primero en todo. Nuestra santidad no está en lo que poseemos en este mundo, sino en Cristo, que ha vencido a la muerte.
El Evangelio según San Lucas nos presenta el sermón de las bienaventuranzas. Jesús sube al monte con sus discípulos y proclama: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. Aquí, Jesús no se refiere solo a la pobreza económica, sino a la pobreza de corazón, a aquellos que reconocen su necesidad de Dios. “Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados”. Pero ¿de qué hambre habla Jesús? Del hambre de verdad, de justicia, de Dios. Solo en Jesús encontramos la verdadera saciedad. “Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”. Jesús nos promete que nuestro dolor no es en vano, que nuestra tristeza tiene sentido si la vivimos con Él. Él viene a dar sentido a nuestra vida, a transformar nuestro sufrimiento en gozo. Jesús también nos advierte con gravedad: “Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido a vuestro consuelo”. No porque ser rico sea malo en sí mismo, sino porque cuando ponemos nuestra esperanza en las riquezas y en los placeres del mundo, nos alejamos de Dios. “Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque tendréis hambre”. Si nuestra felicidad depende solo de lo material, tarde o temprano nos daremos cuenta de que nada de eso nos llena realmente. “Ay de vosotros, los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis”
No se trata de no disfrutar la vida, sino de no reírnos a costa de los demás, de no vivir en una falsa felicidad que ignora el sufrimiento del prójimo. Jesús nos llama a salir de nuestro hombre viejo, de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, y a abrirnos a la verdadera felicidad que solo Él puede darnos.
Hermanos, que esta Palabra nos ayude a confiar más en Dios y a no poner nuestra seguridad en las cosas pasajeras. Que este Espíritu habita en cada uno de vosotros y nos transforma en personas verdaderamente felices, porque nuestra esperanza está en Cristo resucitado.
Recen por mí, porque también lo necesito.

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