Días de fiesta...
Eran los que vivía en Arequipa cuando llegaba con el maletín lleno de camisas y pantalones, un par de sacos, los pañuelos de colores para el cuello y todo lo necesario para disfrutar con excelentes amigos y el programa de fiestas por el 15 de agosto, aniversario de la fundación española de la Blanca Ciudad.
Hoy, día de Crónicas cae a pelo para airear esta foto que trae recuerdos tan frescos como si fueran de ayer. La escogí porque en ese grupo de jóvenes bailarines de tuntuna, descansando en la calle La Merced, encontré un modo de retener el corso, estrella de los festejos como el albazo, la entrada de los caperos y la chamiza, la verbena y los fuegos artificiales con la quema de castillos. En la mañana del día escogido para su recorrido desde muy temprano con empujones, vozarrones y algunas veces con broncas pasajeras el público va llenando las veredas que se vuelven territorios en conquista y disputa. Todo por conseguir los mejores sitios para ver al Alcalde y su comitiva abrir con aplausos y unas pocas pifias, siempre las hay, el esperado desfile que por varias horas hilvana la caravana de carros decorados para lucir a las reinas. En otros, detalles de sillar, rejas, escenas de chacra y picantería traen el espíritu characato. Infaltables son las bandas militares y escolares, los conjuntos bailando el tradicional carnavalito, la marinera arequipeña, la tuntuna y algún ritmo nuevo que esté de moda. Las delegaciones internacionales que en el Coliseo participaban del Festidanza, otra estrella de las celebraciones, muestran el folklore de sus países.
El corso recorría la ciudad bajo el sol que recorta sombras suelta heladeros con los barquillos llenos de cremosas tentaciones, vendedores de manzanas acarameladas y a la vuelta de la esquina una mesa puesta con impecable mantel blanco ofrece la olla llena de choclos tiernos acompañados de queso fresco, en el brasero se doran olorosos los anticuchos, en la fuente de fierro enlozado los buñuelos recién hechos en la paila de cobre esperan el imprescindible remate del dulzor de la miel de caña. Con la Minolta 7000 y la Spomatic Pentax lo sigo cuadra tras cuadra.
Pensé abrir la crónica con el próximo párrafo que está amarrado a la foto. Lo guardé para que, como la vereda a los bailarines, sea bien ganado descanso y fin de fiesta. Y va.
Por la otra calle se fueron la banda y la comparsa. Ellos cansados y satisfechos se quedaron con el color de la seda, el brillo del oro en las copas de los tonguitos, las lentejuelas y los bordados de punto relleno. Con el canto aquietado se quedaron los cascabeles que adornan las ahora calmadas botas altas que marcaron con fuerza los pasos y contrapasos de antiguo sabor aymara y toque mestizo de la tuntuna que pone alegría y aviva el ojo con las piernas y algo más que deja ver el encrespado revoloteo de las polleras cortitas.
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