Descansa en paz, Maestro
Esperé aprobar el ciclo para acercarme a dialogar con él. Era 1995 y, en Trujillo, todavía era imponente la conmemoración del centenario del nacimiento de César Vallejo. Santiago Aguilar le había publicado “Meditaciones de un oso caminante” en la famosa colección en su homenaje. Un compañero de estudios, a quien le confesé mi devoción por la escritura, me trajo un viejo libro con el acta de los ganadores del primer concurso “El Poeta joven del Perú” que convocaba los Cuadernos Trimestrales de Poesía de Marco Antonio Corcuera. “Mira, el profesor quedó finalista”.
Efectivamente, aquel docente de Lengua II, no solo escribía poesía, sino que estuvo entre los mejores participantes de aquellos juegos florales que tuvo como ganadores a César Calvo y Javier Heraud. Desde entonces me dediqué a investigar sobre su obra. Su trayectoria era impresionante. Yo acababa de cumplir 17 años y, en la prensa, leía con admiración las entrevistas a los referentes de una ciudad que en la década del sesenta le entregó a nuestra literatura una de sus más importantes generaciones: el “Grupo Trilce”. Me parecía increíble que aquel señor de mirada compasiva a quien mis compañeros atendían para mejorar su redacción, haya conocido a Antenor Orrego, el filósofo de “Pueblo Continente”, sea amigo de Teodoro Rivero Ayllón, acaso el más entusiasta promotor de una generación de jóvenes cruzados por el arte: los novelistas Jorge Díaz Herrera (La agonía del inmortal), Juan Morillo Ganoza (Las trampas del diablo), Eduardo González Viaña (Sarita Colonia viene volando), los poetas Santiago Aguilar (Puerta de espera), Manuel Ibáñez (Cotidiano es el viento), Claudio Saya (Trinidad de luz), el poeta y narrador Eduardo Paz Esquerre (La iniciación suprema de Guacri Caur), los pintores Gerardo Chávez, Armando Reyes, el caricaturista Manlio Holguín, entre otros nombres fundamentales del proceso de nuestras letras. Nacido en Salpo, Otuzco, La Libertad, en mayo de 1936, estudió derecho en la Universidad Nacional de Trujillo, pero dedicó su vida a la creación, la investigación y la docencia. Su ensayo “César Vallejo, tipología del discurso poético”, ganó el Premio CICLA en 1988.
Fue en agosto de 1996, aprobado el curso, que me le acerqué para presentarme como escritor. Su sonrisa fue determinante para entender que exageré. “Yo también soy escritor”, me dijo mientras pidió que, en el transcurso hacia el estacionamiento, le vaya leyendo mis poemas. “Tres símiles, una metáfora, dos hipérboles”, pronunciaba, “continúa”. “Cuatro reiteraciones, una prosopopeya, dos antítesis”, y así hasta que llegamos a su auto. “¿Qué autores has leído?”, preguntó. “Darío, Lorca, Amado Nervo”, respondí. “Tienes que leer a los surrealistas”. “Te gusta el derecho?”. “No”. “A mí tampoco”. En ese momento entendí que había ganado un amigo. Si algo sé de André Bretón, Paul Éluard, Tristán Tzara, Antonin Artaud, Philippe Soupault o Benjamin Péret, fue por el poeta de “Biografía del amor sin nombre”, y prologuista de mis dos primeros libros (1996, 1997). Descansa en paz, Juan Paredes Carbonell, mi querido Maestro. Gracias por confiarme la edición de “Sonetos del amor pueril”. Gracias por afirmar mi vocación.
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