Del rearme europeo al alza del pan en Lima
La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) nació en 1949 como un pacto de defensa colectiva en el contexto de la Guerra Fría. Su objetivo inicial fue claro: contener la expansión de la Unión Soviética y garantizar la seguridad de Europa Occidental bajo el liderazgo de Estados Unidos. Con la disolución de la URSS en 1991, la Alianza no desapareció, sino que se expandió hacia el Este, incorporando antiguos países del bloque soviético. Esa expansión avivó las tensiones con Rusia y ha servido de pretexto para sus acciones más agresivas, incluida la invasión a Ucrania en 2022, que ya lleva más de tres años.
La reciente Cumbre de la OTAN, celebrada en La Haya, marca un punto de quiebre. En un mundo cada vez más multipolar, con potencias como China y Rusia desafiando el orden geopolítico tradicional, la Alianza busca redefinir su rol, recursos y alcance estratégico. El tema central de la reunión fue la disuasión militar y la defensa colectiva, con un mensaje claro: Europa debe asumir más responsabilidad por su propia seguridad.
Una propuesta clave, impulsada por Donald Trump, fue que los países miembros eleven su inversión en defensa hasta un 5% de su Producto Bruto Interno (PBI). Esto representa más que una meta presupuestal: implica un cambio profundo de paradigma. Hasta ahora, el umbral recomendado era del 2%, y pocos países lo han alcanzado. El salto al 5% generaría presión fiscal considerable, especialmente en países como España, donde implicaría recortes a sectores sensibles como educación y salud, o un aumento en el endeudamiento.
El nuevo esquema de gasto militar propone destinar un 3.5% a armamento y entrenamiento, y un 1.5% a capacidades estratégicas como infraestructura crítica, ciberseguridad y tecnologías emergentes. Esta visión responde a un entorno donde las amenazas no solo provienen de ejércitos convencionales, sino también de ataques híbridos, campañas de desinformación y sabotajes digitales. En ese marco se lanzó el Plan Preparation 2030, que busca reforzar el continente frente a múltiples escenarios de riesgo, más allá del conflicto en Ucrania.
En paralelo, este impulso armamentista también refleja una tendencia estratégica de Estados Unidos a reducir su involucramiento directo en Europa para redirigir su atención al Indo-Pacífico, donde China representa un desafío creciente. Si Europa aumenta su gasto, Washington puede liberar recursos para otros frentes, como el desarrollo tecnológico o sus propios proyectos militares.
Pero esta aceleración del rearme no ha venido acompañada de un debate profundo sobre el tipo de defensa que necesita Europa. ¿Se trata únicamente de adquirir más armas? ¿O de construir una política común de seguridad con autonomía estratégica? Algunas voces, especialmente en el sur del continente, abogan por una industria de defensa europea, compras conjuntas, un ejército comunitario y una diplomacia más activa e independiente.
Este contexto no es ajeno a países como el Perú. La estabilidad europea no solo afecta a quienes viven en ese continente. Cuando estalló la guerra en Ucrania, los precios del petróleo y de los granos se dispararon, afectando directamente a economías como la peruana. Somos un país que importa cerca del 80% del trigo y los combustibles que consume. La guerra en Europa impactó nuestros bolsillos: el precio del pan, del transporte y de los alimentos básicos subió con fuerza. Lo que sucede en la defensa europea, inevitablemente, tiene eco en nuestra seguridad alimentaria, energética y económica.
Por eso, más allá de si se trata de un 2% o un 5% del PBI en defensa, lo que está en juego es el tipo de orden global que se está construyendo. Un sistema que prioriza el gasto militar sin equilibrarlo con inversión en paz, cooperación y desarrollo, termina siendo insostenible, incluso para regiones alejadas de los epicentros del conflicto.
La militarización no garantiza estabilidad por sí sola. Es urgente pensar en una arquitectura de seguridad global que combine fuerza con diplomacia, prevención de conflictos, resiliencia tecnológica y justicia económica. Frente a los retos del siglo XXI —como el cambio climático, las pandemias, la migración forzada o la ciberseguridad— la defensa no puede seguir entendida únicamente en términos de tanques y misiles.
Este contexto permite que países como el Perú participen más activamente en la construcción de un orden internacional funcional, promoviendo el multilateralismo, apoyando iniciativas de paz en foros regionales y globales, diversificando sus fuentes de energía y alimentos, y fortaleciendo su voz diplomática frente a conflictos que, aunque lejanos, terminan golpeando con fuerza a quienes menos responsabilidad tienen en ellos.
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