De los lobos disfrazados de ovejas
La mañana del domingo 29 de junio, la policía encontró sin vida el cadáver de José Miguel Castro, quien fuera la mano derecha de la exalcaldesa de Lima, Susana Villarán, procesada por presunto financiamiento ilícito.
Pero más allá de la misteriosa muerte que cierne de incertidumbre la historia de “Budián”, como se le conocía al otrora gerente municipal, ¿qué representó Castro? (Y casi nadie quiere decirlo en voz alta).
Hay corruptos que roban con prepotencia. Y otros que lo hacen convencidos de que es por el bien común. José Miguel Castro perteneció al segundo grupo: el gerente técnico que operó con millones ilegales mientras su gestión presumía de “ética” y “progreso”. El problema no fue solo lo que hizo, sino lo que llegó a simbolizar.
Porque Castro no era cualquier funcionario. Fue el cerebro de la gestión de Susana Villarán, su operador de confianza, el que supuestamente pondría “orden” en un municipio marcado por la ineficiencia. Una gestión que prometió ética y terminó vinculada a Odebrecht y OAS. Ni honesta. Ni eficaz. Ni distinta.
Confesó haber recibido millones en aportes ilícitos y se había acogido al sistema de “colaborador eficaz”. Pero hasta junio de 2025 seguía sin juicio ni condena. Ese silencio procesal revela cómo ciertos perfiles con discurso técnico e imagen impoluta logran evadir el escrutinio que otros no se permiten.
La noticia más trágica llegó el 29 de junio: Castro fue hallado muerto en su departamento de Miraflores. Un profundo corte de 14 cm en el cuello, dos cuchillos a su lado y una puerta posiblemente manipulada. La versión oficial apunta a “suicidio”, pero hay demasiadas preguntas: ¿por qué, a pocos días de declarar, se silenció su voz con esa brutalidad?
La reacción pública fue mínima: no hubo protestas ni indignación masiva. Su muerte simplemente desapareció de la agenda mediática. Como si el silencio que no permitimos a otros se transformara en indiferencia cuando se trata de alguien con buenas maneras y (hasta ese momento) previsible.
Castro encarnó una forma de corrupción que el país todavía no está dispuesto a enfrentar: la que opera desde la respetabilidad pública, desde el discurso del cambio, desde el aura de técnica progresista. La que no grita, no insulta, no aparece en fotos polémicas, pero sí mueve millones bajo la sombra.
Quizá por eso su muerte no causó un estallido social: porque implicaría admitir que la corrupción no solo está en los brutos, en los autoritarios, en los tradicionales. Está también —y quizá especialmente— en los que hablan bien, tienen posgrados y visten con sobriedad.
Y enfrentar eso duele mucho más.
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