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Cuando el “like” vale más que la verdad

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Fecha Publicación: 10/10/2025 - 22:00
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La política en el Perú ha evolucionado hacia un concurso de visibilidad, eclipsando la importancia de la veracidad. En la era digital, el mérito público se mide más por el engagement que por el contenido real. La prioridad ha dejado de ser el significado de los mensajes, centrándose en la cantidad de veces que se comparten.
De esta forma, hemos permitido, quizás sin plena conciencia, que la conversación democrática quede a merced de algoritmos que favorecen la emoción, el escándalo y la polarización. Los políticos han capitalizado este cambio con mayor agudeza que los propios ciudadanos.
Para el año 2026, las campañas políticas migrarán definitivamente hacia formatos digitales, tales como pantallas verticales y videos breves, diseñados para capturar la atención de manera inmediata. Plataformas como TikTok, X, WhatsApp y YouTube Shorts se han convertido en los nuevos campos de batalla por la atención del público.
Frente a este escenario, tanto los partidos tradicionales —Fuerza Popular, APP, Avanza País— como los movimientos radicales y nacionalistas han comenzado a utilizar la emocionalidad y la indignación como mecanismos para conseguir viralidad, dejando de lado el debate de ideas en favor de una competencia por dominar estas nuevas arenas.
El problema es estructural: los algoritmos no fueron diseñados para promover deliberación, sino permanencia. Su lógica premia la intensidad, no la razón. Y así, cada video que exagera, cada tuit incendiario o rumor compartido en grupos cerrados tiene más posibilidades de sobrevivir que una idea argumentada.
El resultado es una ciudadanía que, cansada del exceso, se refugia en burbujas ideológicas donde solo escucha lo que confirma sus sesgos. La democracia, que alguna vez dependió del encuentro en la plaza, hoy depende de lo que el sistema de recomendación decide mostrarle.
Este panorama distorsionado es fruto de una responsabilidad compartida. Las plataformas digitales, centradas en la monetización de la atención; los medios tradicionales, que han optado por la visibilidad en detrimento de la profundidad; y nosotros, los ciudadanos, que hemos relegado la reflexión en favor del impulso, somos partes de un mismo problema.
El desafío, por tanto, radica en recuperar una conversación pública fundamentada en el liderazgo civil, aquel que prioriza la escucha activa, la comprensión de la complejidad y la búsqueda de credibilidad sobre la popularidad. Recordemos que el propósito del discurso es iluminar, no confundir.
La solución requiere un enfoque multifacético. Desde una perspectiva comunicacional, es clave exigir transparencia en los algoritmos para entender las dinámicas detrás de los contenidos que recibimos. En el plano educativo, la alfabetización mediática se presenta como herramienta clave para formar ciudadanos críticos. Y desde una óptica ética, es esencial que periodistas, educadores, científicos y líderes sociales reconozcan el valor de la palabra como un bien común, no como instrumento de manipulación.
De cara a las elecciones de 2026, es urgente evitar que el debate nacional quede a merced de los algoritmos. La democracia se erosiona lentamente cada vez que confundimos la popularidad con la legitimidad. Recuperar el valor de la palabra no es solo un acto cultural: es un acto de supervivencia democrática.

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