Crónicas diplomáticas
Atendiendo y agradeciendo la invitación del Director de Expreso, inicio hoy una columna periódica para tratar temas vinculados a nuestra diplomacia y a la política exterior peruana. Incluiré temas de coyuntura, pero también de más largo aliento, para alcanzar al público lector una visión de por qué es útil tener un cuerpo profesional como el Servicio Diplomático.
Empiezo este viaje periodístico tratando de explicar algunas características centrales de nuestro Servicio Diplomático, felizmente consolidado y prestigioso, perfectamente capaz de defender nuestros intereses. Esa es la opinión prevaleciente cuando se hace una valoración de los servicios diplomáticos, no solo de la región, sino en el mundo. Los peruanos podemos sentirnos legítimamente orgullosos. Basta recordar, para confirmarlo, algunos nombres ilustres de la diplomacia peruana, como Carlos García Bedoya, Javier Pérez de Cuéllar, Carlos Alzamora, Alfonso Arias Schreiber, Jorge Valdez, José Antonio García Belaunde, por citar solamente algunos que ya partieron.
Hay un par de consideraciones relevantes para analizar la actuación de nuestros diplomáticos: la primera es que, por formación, el diplomático peruano tiene siempre una visión de mediano y largo plazo y, la segunda, es que es permanentemente consciente de que está sirviendo al Estado peruano y no solo al gobierno de turno. Esa es la esencia de un servicio profesional como el que tenemos. La formación permanente es exigida para la carrera profesional. El diplomático que recién ingresa tiene un grado universitario y la maestría que otorga la Academia Diplomática. Y, más adelante, debe aprobar una segunda maestría, además de seguir varios cursos de perfeccionamiento profesional y, por supuesto, utilizar fluidamente por lo menos dos idiomas extranjeros, sin cuyo manejo es imposible desempeñar adecuadamente el trabajo profesional. Esa tarea de perfeccionamiento académico se completa con la experiencia que van adquiriendo en puestos diversos en Torre Tagle, en las oficinas descentralizadas del Ministerio y en distintos puestos en el exterior. Y, por mandato de la ley, esos puestos deben ser en diferentes tipos de misión, embajadas en países desarrollados y en vías de desarrollo, consulados y representaciones ante organismos internacionales. Ello permite que, cuando el funcionario llega a altos niveles de responsabilidad, haya adquirido una amplia experiencia.
Es también fundamental que nuestros diplomáticos tengan una permanente especialización en los muy diversos temas que la dinámica realidad internacional demanda. Por ejemplo, aquellos vinculados a cuestiones políticas y económicas, de carácter bilateral o multilateral, asuntos culturales, científicos, académicos y tecnológicos, particularmente hoy con la utilización y crecimiento exponencial de la inteligencia artificial. Ello requiere versatilidad y capacidad de adaptación.
Y en cuanto a adaptación, hay un desafío no siempre fácil de manejar: el constante desarraigo que implica la carrera requiere importantes esfuerzos no solo para el funcionario sino, especialmente, para la familia. Mudarse durante toda la vida profesional de un país a otro, de un trabajo al siguiente, sin saber cuál será el próximo movimiento, requiere una voluntad de servicio muy consolidada. El desempeño profesional alcanza un área normalmente percibida como frívola y superflua, la asistencia a eventos sociales. Pero, si se observa con atención a un diplomático participando en alguno, se notará que está utilizándolo para dos tareas: ampliar su círculo de contactos, que son indispensables para llevar a cabo efectivamente su trabajo y, segundo, para adquirir información que, en un ámbito social y relajado, normalmente fluye con facilidad.
Ahora que el lector conoce algo más sobre sus diplomáticos, me despido hasta la siguiente columna, en la cual trataremos algún tema que ojalá sea de su interés.
Por Hugo de Zela Martínez (*)
(*) Embajador en situación de retiro
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