Crimen organizado vacó a Dina Boluarte
Hasta el jueves 9 de octubre, Dina Boluarte todavía creía que gobernaría “de la mano del Congreso”. Su respaldo parecía firme: Fuerza Popular y Alianza para el Progreso habían sostenido su mandato. Pero a la madrugada del viernes, el Pleno del Congreso la vacó por 122 votos a favor, ninguno en contra. Lo sorpresivo del hecho, así como la unanimidad congresal, fue brutal. El respaldo se evaporó instantáneamente. Su presidencia se extinguió de inmediato.
El detonante no fue una moción parlamentaria aislada, sino el éxito de una maquinaria criminal envuelta en el anonimato que, por pesetas, asesina a diario en nuestra capital. En Lima, cada jornada muere al menos un conductor de servicio público, víctima de sicarios armados que extorsionan con impunidad y asesinan sin piedad. Esta camorra, consolidada por la incapacidad del régimen Boluarte para enfrentarla, convirtió a la presidenta en cómplice por omisión. Su inacción frente al crimen organizado fue el fulminante de su vacancia.
La noche del jueves, bancadas de opuestas tendencias doctrinarias —como Renovación Popular, Bloque Democrático, Bancada Socialista, Podemos Perú y Juntos por el Perú— presentaron mociones simultáneas exigiendo la renuncia de Boluarte. El argumento era sencillo: “lograr un cambio de gobierno ecuánime” para garantizar una transición tranquila y elecciones seguras, en abril de 2026. Pero fue Fuerza Popular la que definió el triste destino de Boluarte. A primeras horas de la tarde, anunció que apoyaría cualquier moción de vacancia, denunciando que “el país no puede seguir gobernado por la indiferencia, la improvisación y la falta de liderazgo”.
Este giro fue inesperado. En la mañana, la bancada fujimorista aguardaba la presencia del primer ministro Eduardo Arana y su gabinete. Pero, conforme avanzaban las horas, la presión política se volvió irreversible. La suerte de Boluarte quedaba así sellada. La vacancia era cuestión de tiempo.
Hoy, Perú enfrenta el traumatismo de una nueva destitución presidencial. En catorce años, ha tenido siete presidentes. La inestabilidad es crónica. A seis meses de las elecciones generales, el país se prepara para una contienda de vértigo, con más de cuarenta candidatos dispuestos a desprestigiarse mutuamente. La política se ha convertido en un espectáculo de demolición.
El panorama es sombrío. La mediocridad se ha apoderado de la clase política. La corrupción embruja a todas las capas sociales. La inseguridad ciudadana se ha homogenizado. Y la ciudadanía, desconcertada, observa cómo el poder se recicla sin ofrecer soluciones. Por el contrario, cada una de las siete diferentes administraciones gubernamentales —habidas entre 2011 y la fecha— ha ido corroyendo, cada cual a su estilo e intensidad, la estabilidad social, política, económica y anímica de la sociedad peruana. Y las futuras elecciones de abril de 2026 amenazarían con ahondar esta coyuntura.
La caída de Boluarte no es solo el fin de un mandato. Es el síntoma de un Estado que ha perdido el control sobre su territorio, su sistema judicial y su narrativa política. La vacancia no resuelve el problema: lo revela. Y lo que exhibe es una nación gobernada por el crimen, la improvisación y el oportunismo.
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