Continúo hablando con él
Qué iba a imaginar que sus textos serían llevados al cine, al teatro o a la música. Él solo escribía. Se mimetizaba con el mundo y escribía. Sus diarios, sus aforismos, su correspondencia son acaso los puntales para entender una obra que nos dejó relatos notables, y novelas, que, aunque inconclusas, afirmaron su extraordinario talento.
Muchos llegamos a Franz Kafka por “Metamorfosis”, o “La transformación”, y aprendimos a leerlo porque fue el relato más perturbador de nuestra adolescencia: Kafka nos puso frente a un mundo donde todo es posible, Kafka se constituyó en la llave hacia lo inimaginable.
Fue entonces, uno de nuestros primeros maestros, el precursor de una forma en la que hicimos convivir nuestras esperanzas y nuestros miedos, la belleza de un halcón que hace piruetas en la noche, hasta el maligno reflejo de un roedor esperándonos en alguna alcantarilla para mordernos el talón, para masticar nuestra piel mientras suena la campana de una catedral siniestra. Le debemos tanto a Max Brod, el empático traidor por quien, cien años después, continuamos recordando la obra del genio de Praga. Hay que decirlo: Kafka inauguró una época, hizo de su vida el aporte más exacto de su contexto.
Si necesitamos una figura de construcción para entregarle una imagen a lo que fueron las tres primeras décadas del siglo XX, esa metáfora es Kafka. No hay otra.
A eso agregar que su legado responde a la intensidad de sus hábitos. El autor de “Contemplación”, “La condena” y “Un artista del hambre”, reflejó en sus relatos el carácter y la intrahistoria de un momento entregado a la pesadilla, a una guerra mundial, a una pandemia; eventos que van más allá de una presencia estadística: la tragedia no necesita de un disfraz para mostrarse, pero sí otro lenguaje. Por eso “El Castillo” funciona como un libro de denuncia.
El documento pone en nuestros ojos al monstruo de la alienación, de una burocracia de espaldas a la mayoría que nos recuerda las trabas de nuestras instituciones que hacen lo imposible para mantenernos a raya de una formalización que bien podría resolver nuestros problemas, por eso el tono de frustración, por eso también las hipérboles.
Volvamos al hombre. Arturo Corcuera me compartió una anécdota entre Mario Vargas Llosa y César Calvo. Me contó el Poeta que luego de publicar “Edipo entre los Incas”, coincidieron en una reunión Vargas Llosa y Calvo. El primero le dijo: “César ¿Por qué no te dedicas a escribir más?”, en clara alusión a su beneplácito por su publicación.
A lo que Calvo respondió: “Mario ¿Por qué no te dedicas a vivir?”. Pues Kafka vivió y se permitió excesos. Luchó siete años contra la tuberculosis; temeroso, acomplejado, sórdido, desenfadado, pero también tranquilo, con fijaciones sadomasoquistas, pornógrafo, amó intensamente hasta el delirio. Tenía cuarenta años cuando falleció. Le bastó esos cuarenta para marcar a quienes seguimos leyéndolo.
Franz Kafka no solo quedó en sus libros, su espíritu está en Camus, en Sartre, en Cortázar y en todos aquellos que hicieron del asombro su pista para escribir. Yo tenía trece años la primera vez que me topé con Gregorio Samsa. Tengo 46, continúo hablando con él.
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