Concierto para piano en re menor, de Brahms
Su vida fue una sucesión de infortunios y debacles, pero ellos no le impidieron ser lo que fue para la música: crisis depresiva por un desamor a los 15 años agravada por el suicidio de su hermana; ataques frecuentes de fobia y paranoia por su terror a la altura y a los objetos afilados; primer intento fallido por quitarse la vida; permanentes alucinaciones auditivas, insomnios recurrentes, parálisis parciales y fiebres; segundo intento de suicidio tras de lo cual él mismo pidió ser internado en un hospital psiquiátrico en las afueras de Bonn; muerte por sífilis a la edad de 46 años.
Pero en el interregno entre las dos fechas únicas: un amor regenerador pero insuficiente, el de Clara, y ocho hijos a los que amó y cuidó todo lo que pudo. Y un amigo, el único que lo visitaba en el sanatorio, Johannes Brahms, que compuso ese mágico concierto número 1 para piano en re menor que muchísimos han escuchado pero que pocos saben que lo hizo para su amigo Robert Schumann, tras su segundo intento de suicidio.
Es historia que Nietzsche, loco, reconocía partituras e interpretaba con gran emoción algunas de ellas en el piano, mientras su hermana Lisbeth se compadecía de su ternura y su fragilidad. Mahler, Mussorsky, Schubert y muchos otros geniales compositores, estuvieron en el umbral mismo de la locura, pero ello no les impidió- sino, al contrario, los alentó- a crear piezas de extraordinario valor y belleza.
He escuchado muchos conciertos en mi vida, pero los que más recuerdo son aquellos que disfruté con mi hija María Luisa, de 6 o 7 años, en el auditorio de su colegio, el Santa Úrsula, conocido por su gran acústica. Yo me perdía entre los maravillosos acordes y ella igual sin molestar ni interrumpir. Eran los tiempos de los violines escolares del profesor Fabián Silva y de la madre Elizabeth, la directora y entusiasta aficionada a la buena música que siempre tenía reservada una butaca para escuchar a Mozart, a Mendelssohn, a Bach…
Me sigue pareciendo increíble cómo esas obras que acarician el alma, pueden haber sido compuestas, muchas veces, en los linderos de la locura, en las horas previas o posteriores a un ataque de tristeza o de pánico, en el laberinto de los días que no tienen recompensa. Borges refiere que Schumann recorría los pasillos de su sanatorio gritando esa confesión de Jehová, Dios: Yo soy el que soy. El mismo Nietzsche que recobraba la lucidez en frente de su piano, decía: Sin la música, la vida es un error, una fatiga, un exilio. Por eso me consuela, saber que, pese a sus insoportables desvaríos, Schumann finalmente no se equivocó, ni se agotó ni se extravió en el mundo.
Jorge.alania@gmail.com
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