“Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo”
Queridos hermanos, estamos ante el Domingo XIV del Tiempo Ordinario. ¿Qué nos dice hoy la Palabra? La primera lectura es del profeta Isaías, donde se anuncia que el que proclama el Evangelio trae una buena noticia. Anunciar el Evangelio es una fiesta. Por eso comienza diciendo: “Festejad a Jerusalén, alegraos con ella todos los que la amáis, gozad con ella los que llevasteis luto por ella”. Es decir, los que estaban tristes porque su vida no tenía sentido, encontrarán consuelo. Dice también Isaías: “Derivaré hacia ella como un río la paz”. Esta paz viene del anuncio del Evangelio. Dice que serán llevados en brazos como criaturas de Jerusalén, y que serán consolados en ella. Esta figura representa a la Iglesia. El anuncio del Evangelio conforta porque da un consuelo inmenso, ya que da sentido al sufrimiento, a la vejez y a la muerte.
Por eso respondemos con el salmo 65: “Aclama al Señor, tierra entera”. Es un canto de alegría: “Venid a ver las obras de Dios, escuchad todo lo que Él ha hecho”. Escuchar la Palabra de Dios produce esta fiesta, esta alegría verdadera.
En la segunda lectura, san Pablo, en su carta a los Gálatas, dice: “El único motivo de gloria es la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. Es decir, estar crucificado con Él es también crucificarse al mundo. Hermanos, no cuenta la ley por sí sola; lo importante es el encuentro con Jesucristo, dejarse clavar con Él. ¿Y cuál es el resultado de ese encuentro? La resurrección. Pablo afirma: “Que nadie me moleste, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús”. Estas marcas son signo de pertenencia, de haber vivido con Cristo. Ser cristiano no es una teoría, sino una experiencia de transformación y entrega.
El Evangelio de hoy, según san Lucas, nos muestra cómo anunciar el Evangelio. Dice que el Señor eligió a setenta y dos y los mandó delante de Él, de dos en dos, a predicar por todas partes. Eligió a setenta y dos porque, según la tradición, había setenta y dos lenguas en el mundo, es decir, es una misión universal. ¿Y cómo hay que ir? Jesús enseña cuál es la mejor formación de un cristiano: “No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias”. Hay que ir sin nada, porque el anuncio del Evangelio no depende de los recursos materiales, sino del testimonio. Ir sin nada es dejar espacio para que se vea que es el Señor quien actúa. ¿Y qué hay que decir? “Paz a esta casa”. La paz es lo primero que deseamos al iniciar una celebración de la Palabra, una liturgia, una Eucaristía. La paz es el don que viene con el Evangelio. Jesús también dice: “No andéis cambiando de casa”. Si os reciben en una ciudad, quedaos allí, comed lo que os ofrezcan, y anunciad que “el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Pero si no os reciben, sacudid el polvo de vuestras sandalias en señal de advertencia. Es muy importante también denunciar al demonio. Al final del evangelio, san Lucas dice que Jesús exclamó: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo”. Esto significa que el poder de Dios está por encima del mal. Jesús afirma: “Os he dado poder para pisotear serpientes y escorpiones, y poder sobre todo enemigo, sin que nada os dañe”. Sin embargo, Jesús añade algo esencial: “No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo”. Eso es lo importante: ser cristiano, vivir con el nombre de Dios en el corazón. El nombre de Dios tiene poder, poder para consolar, para liberar y hasta para resucitar a los muertos. Esta es la buena noticia: el Evangelio no es teoría, sino poder de vida.
Pues bien, hermanos, que este Espíritu habite en vosotros.
Mons. José Luis del Palacio
Obispo E. del Callao
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