Cien Años de Soledad en Netflix
La versión de Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez en Netflix ha desatado un amplio debate sobre su calidad, rigor y hasta su pertinencia. Con Pedro Páramo, de Juan Rulfo, había sucedido lo mismo en recientes semanas. El debate, en buena hora, sigue abierto, poniendo dos magistrales novelas del idioma español en el centro de la actualidad cultural y artística latinoamericana.
Sobre Cien Años de Soledad y participando de este debate, el columnista español Sergio del Molino ha escrito:
“García Márquez quiso contar el Génesis, la creación del mundo, y como en la Biblia y en otras mitologías, es el hálito del verbo divino el que lo crea. La voz de Dios es la del narrador, indisociable del escritor, que, palabra a palabra, crea Macondo. Eso hace en buena medida inadaptable la historia, porque no son las desventuras de los Buendía las que mantienen al lector pegado a las páginas, sino la prosa esmerada y el fraseo pulcro de García Márquez.”
En esa misma línea, dije en esta columna, sobre Páramo, y lo vuelvo a repetir ahora sobre Cien Años de Soledad:
“Nada podrá igualar al libro de Juan Rulfo, ni al de García Márquez, ni, aunque como dicen, una imagen valga más que mil palabras. Cuando éstas se enhebran de tal forma que perpetúan el acto de la creación o que nos recuerdan que el verbo se hizo carne, ya no son solo palabras sino hierofanías. En ese trance, un mexicano sencillo y solitario –o un colombiano soñador y exuberante– pueden ser Dios o soñar que son Dios y contar para siempre la historia de sus pueblos.”
No en vano, Mario Vargas Llosa tituló su ensayo sobre esta gran obra: García Márquez, la historia de un deicidio.
Úrsula Iguarán, en Cien Años de Soledad, está buscando unas ropas en un baúl viejo cuando de pronto lanza un grito:
“¡Ay… me picó!”.
—¿Qué? —preguntó alarmada Amaranta.
—La araña —respondió Úrsula.
—¿Dónde está? —replicó Amaranta.
Úrsula se puso un dedo en el corazón.
—Aquí —dijo.
Ese mismo corazón de Dolores, la mujer de Pedro Páramo, que estaba lleno de agujeros en la foto que su hijo Juan guardaba en el bolsillo de su camisa y que no era “cosa de brujería”, sino de la simple vida terca y solitaria. ¿Una voz en off puede contar esta historia? No, porque, como escribe Sergio del Molino, la voz que la cuenta –que es “la voz de Dios indisociable del escritor”– es la que crea el mundo con la hierofanía de su propio lenguaje.
En América Latina todos somos, de alguna manera, habitantes de Macondo. En nuestras anónimas estirpes casi siempre “el primero está amarrado a un árbol mientras que al último se lo están comiendo las hormigas”. Alguna de nuestras mujeres subió al cielo en cuerpo y alma, mientras otras nos dijeron, enseñando sus pechos: “me sacaron tajadas y tajadas”. Y aunque creamos que lo sepamos todo y lo hayamos visto todo, el mundo sigue siendo tan reciente que muchas cosas carecen de nombre y, para nombrarlas, tenemos que señalarlas con el dedo.
Jorge.alania@gmail.com
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