¡Cerrón es quien manda!
El vocablo incumplimiento implica no satisfacer un deber, un compromiso, una obligación, un acuerdo establecido previamente. En cualquier orden de ideas, todas las manifestaciones fundamentales de una persona natural, una entidad particular y —con mayor razón— de una nación, se manifiestan a través de la consumación de la palabra empeñada por aquella o aquellas personas naturales; o por sus representantes autorizados constitucional, legal o administrativamente. Las personas —como las naciones— que transgreden esta regla de oro, quedan aisladas del universo de individuos y países que integran ese cada vez más escaso espacio llamado el mundo civilizado. Lamentablemente, la mayoría de los peruanos —cada día crece la cifra— desencaja con lo del “cumplimiento de la palabra o del deber”. ¡Más bien, avanzamos en el sentido contrario! Es decir, como buenos gitanos, no nos leemos las cartas. Por naturaleza, no somos confiables ante la comunidad internacional. Condición que nos perjudica severamente para alcanzar la vieja aspiración de llegar a ser, algún día, una nación respetada, consolidada y codiciada.
Pocos intentamos hacerle entender a nuestros compatriotas que el Perú no puede ni debe continuar transitando por el actual camino al desastre por el que, alegremente, seguimos discurriendo; plagado de quebrantamientos a la palabra empeñada. Abarca desde la presidenta de la nación, hasta el infante que está naciendo mientras lee este comentario, amable lector. Manifestación clásica de la informalidad y mentira que circula entre la mayoría de nuestros compatriotas.
Por eso no sorprende el nuevo oprobio que acaba de estallar, tras el embeleco tramado por el régimen que lidera Dina Boluarte, rehén de Vladimir Cerrón —una realidad, no un agravio— acerca de un asunto grave por sus implicancias domésticas y externas. Hablamos de la engañifa lanzada por el premier Alberto Adrianzén, quien, suelto de huesos, el miércoles proclamó: “No existe ninguna comunicación del Estado peruano respaldando al líder opositor venezolano”, pese a las declaraciones previas del excanciller Javier González-Olaechea. Evidentemente, Adrianzén contravino a Torre Tagle, cenáculo de nuestra diplomacia, respaldando una tímida, desafortunada frase del flamante Canciller Schialer.
Entrevistado por un medio local, Adrianzén evitó calificar de fraude las elecciones venezolanas, diciendo: “No existe comunicación alguna del Estado peruano respaldando a Edmundo González Urrutia”, líder opositor venezolano, no obstante las declaraciones del excanciller González-Olaechea diciendo: “El Perú reconoce a Edmundo González Urrutia como presidente electo”, tras consumarse el fraude electoral venezolano que, sin mostrar recaudos, declaró ganador al dictador Maduro. Por cierto, preguntado si la denuncia de González-Olaechea estuvo vinculada a su postura crítica sobre las elecciones en Venezuela, Adrianzén dio la callada como respuesta.
¡En síntesis! Acá y en la Cochinchina, que el primer ministro de una nación desmienta tardíamente las palabras de su Canciller —al día siguiente de que este renunciara— respecto a asuntos diplomáticos, califica como farsa, engaño, hipocresía o lo que fuere. ¿Por qué Adrianzén no contradijo antes al excanciller? ¿Acaso le asustó la advertencia de Cerrón a la presidenta Boluarte? ¡Ahora ya queda claro que Cerrón es quien manda en este país! ¡Con las graves implicancias del peligro que esto significa!
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