Cátedra
Según la teoría monista del derecho internacional público, los Estados ceden una parte de su soberanía a través de sus órganos competentes incorporando los tratados internacionales a su derecho interno. De este modo se hace de cumplimiento obligatorio para los Estados lo suscrito en esos tratados como si fueran normas jurídicas válidas para sus súbditos. Esa es la razón por la cual el Estado peruano, al suscribir la Convención Americana de Derechos humanos reconoce la competencia jurisdiccional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y otros órganos de dicho sistema como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Si el Estado peruano incumple con esas normas consagradas en el tratado, como el debido proceso por ejemplo, tanto la Comisión como la corte pueden sentar al Estado infractor en el banquillo de los acusados como ha sucedido en varias oportunidades, las más polémicas relacionadas al delito de terrorismo.
En este sentido, el Estado peruano y sus autoridades pertinentes son los únicos responsables de que ello sucede, máxime si el Estado demuestra poco o ningún interés en defensa de sus derechos como ha venido sucediendo desde hace dos décadas bajo el imperio de los caviares en el Perú. Pero hasta hoy no he escuchado por parte de la derecha que es la más crítica a las decisiones de la comisión y de la corte ningún argumento lógico ni racional, y, más bien se apela a la sensiblería y a las falacias de que a los terroristas no les correspondería beneficio alguno de atención de esos organismos, lo que quiere decir que deberían ser tratados de la misma forma en la que ellos actuaron, es decir, violando las leyes como los tratados internacionales que forman parte de nuestro orden jurídico nacional.
Es un hecho, sin embargo, que las autoridades de esos organismos internacionales tienen un sesgo claro hacia el progresismo ideológico que no necesariamente coincide con el talante de la población que ha sufrido la demencia terrorista o sobre algunos otros temas polémicos como el supuesto derecho al aborto consagrado en varios países latinoamericanos. Esto, evidentemente, genera una fractura entre la sociedad y las normas jurídicas que la rigen. Cuando esto sucede y las normas no se adaptan a la realidad la solución no es pedir que el Estado viole sus propias normas, sino que cambie de normas.
Casi todos los tratados regidos por el principio pacta sunt servanda (los tratados son ley entre las partes), abren la posibilidad de retirarse y, por lo tanto, de librarse de normas que no van de acuerdo a las políticas de Estado en materia de seguridad y otras. Un asunto de no menos importancia es tener bien en claro que según la teoría del positivismo jurídico que sustenta la normatividad de los Estados, los derechos humanos no son, como se quiere hacer creer intrínsecos a la naturaleza humana sino fruto de una ley positiva como los tratados internacionales incorporados a las legislaciones internas. En otras palabras, no hay derechos humanos sin ley positiva que la prescriba. Lo cierto, lo concreto y lo real es que la naturaleza no otorga derechos ni obligaciones a ningún ser viviente de la tierra. Sólo la existencia de normas positivas lo hace.
Un ejemplo pedestre podría ser si el león tiene “derecho” a comerse a la gacela. La naturaleza solo informa que esto se da en la realidad, es decir que es o existe. Totalmente distinto es el caso de las normas jurídicas que prescriben un “deber ser”, una aspiración que se plasma positivamente sobre las conductas humanas. La tortura. por ejemplo, no es repudiable en sí misma. Es repudiable porque una norma jurídica así lo estipula. Un Estado puede tener la mala suerte de enfrentar una guerra contra el terrorismo y tener la necesidad de contemplar un estado de excepción como sucedió en el Perú en los años 90 del siglo pasado.
Recientemente lo estamos viviendo en el caso de El Salvador con el Bukelismo que ha hecho caso omiso a las decisiones de la comisión IDH o de la Corte IDH. Cuando la situación en un Estado es tan grave que afecta la existencia misma de ese Estado, sus autoridades, más allá de las balandronadas y las disquisiciones estériles, tienen la obligación de defender la existencia misma de ese Estado por el principio de “razón de Estado”. Esto, por supuesto, parte por abolir las normas jurídicas positivas de derecho que lo constriñen incluidos los tratados internacionales que forman parte de la legislación interna. Para ello se necesita una decisión política clara y sin ambages que las autoridades peruanas, pese al consenso social, se resiste a hacer.
Cabe resaltar que las medidas excepcionales que se toman cuando en un país está en juego la paz social son precisamente eso: excepcionales. Así lo eran en tiempo de los romanes donde ante un peligro inminente se nombraba a un dictador por un tiempo limitado para restablecer la paz y el orden público. El fin de estas medidas después de todo no es encaramar a un sátrapa al poder, sino devolverle a la sociedad su libertad. De ahí se sigue que en vano resulta quejarse de de lo que haga o deje de hacer la comisión o la corte IDH. La solución radica en dejar el tratado, denunciándolo según sus propias cláusulas para que deje de formar parte de nuestro ordenamiento jurídico. Hay ejemplos a seguir. Estados Unidos no reconoce competencia alguna de estos organismos en sus cortes de justicia y tampoco forma parte de la Corte Penal Internacional que juzga a personas y no ha Estados.¿Es un Estado paria? No.
Desgraciadamente el temor, la abulia y la desidia de nuestras autoridades, así como la infiltración del progresismo en todas las esferas del Estado se han confabulado para que ello no ocurra. Eso y la ignorancia de la derecha en términos conceptuales y teóricos y la calamidad de gentuza que hay hoy en el Congreso.
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