Camélidos sudamericanos y hilo futuro
Durante milenios, las escarpadas montañas andinas fueron recorridas por criaturas que, en determinadas temporadas, bajaban hasta las costas, sea para pacer en las lomas que brotan en los inviernos o nadar hasta islotes. Su territorio se extiende desde la blanca nieve perpetua hasta la espuma marina.
Las llamas y alpacas fueron domesticadas y sirvieron a los pueblos prehispánicos como fuerza de carga, abrigo y alimento. Los enormes guanacos fueron usados como corceles y la preciosa vicuña fue símbolo de prestigio, dueña de la finísima lana con la que los incas tejieron sus atuendos de poder.
Inmensas caravanas de llamas cruzaron el Qhapaq Ñan (Camino Inca), llevando sal, maíz, oro y subiendo pescado seco desde la costa. No había ruedas ni caballos, solo el paso seguro de miles de llamas uniendo un imperio.
En pleno siglo XXI vuelven a ser protagonistas de la historia; ahora, por la particularidad de su sangre. En el siglo XX, en 1989, en un laboratorio de la Universidad Libre de Bruselas, Bélgica, un grupo de estudiantes trataba de no usar sangre humana ni de ratones para un experimento y echó mano al suero guardado en un congelador del laboratorio; ese suero procedía de la sangre de un dromedario (Camelus dromedarius), más conocido como camello árabe y originario de la península arábiga y las regiones desérticas del noreste de África. Un “primo” de los camélidos sudamericanos. Lo descubierto por esos jóvenes investigadores fue inesperado: además de los anticuerpos normales, había otros más pequeños, ligeros y resistentes; los llamaron nanocuerpos. Y la medicina moderna dio un vuelco.
Estos ínfimos ejércitos del sistema inmunológico están presentes solo en los camélidos y pueden reconocer y neutralizar virus con una precisión asombrosa. Son fáciles de manipular y capaces de llegar a rincones del cuerpo humano donde los anticuerpos de los propios humanos no pueden hacerlo. Se experimenta con potenciales terapias para el alzhéimer, el zika, el cáncer y la viruela del mono.
Además, durante la pandemia, científicos de la Universidad Austral de Chile demostraron que las alpacas podían producir nanocuerpos capaces de neutralizar el virus del covid-19, y un animal milenario se abrió paso a los laboratorios del siglo XXI. Nuestras alpacas y vicuñas son mucho más que fuente de lana para chompas, abrigos y telas, para las pasarelas: pueden salvar vidas. Los animales que sostuvieron la economía del Tahuantinsuyo —y de culturas anteriores— podrían ser base de una nueva economía: la de la biotecnología andina. Perú alberga el 80 % de las alpacas del planeta, y más de un millón de familias viven de ellas. Imaginar centros de investigación en Puno, Cusco o Arequipa desarrollando fármacos a partir de su sangre o saliva es una posibilidad real.
Los científicos llaman “serendipia” a los descubrimientos felices surgidos del azar. Fue el espíritu curioso de unos jóvenes y la sangre de un camélido lo que abrió la puerta a tamaña revolución médica; pero esta historia empezó cuando un pueblo entendió que su destino estaba íntimamente ligado a estos animales de mirada serena.
Si en su lana guardan el calor del pasado, en sus nanocuerpos, se cree, está la cura de enfermedades, inclusive, que aún no conocemos.
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