Boluarte frenó al castro-chavismo en el Perú
Más allá de los errores y presuntos actos de corrupción de Dina Boluarte, es justo reconocer que la actual presidente estuvo a la altura cuando el Perú más la necesitó. En diciembre de 2022, nuestro país bordeó el abismo del “socialismo del siglo XXI”, es decir, comunismo puro y duro con apodo edulcorado. El autogolpe de Pedro Castillo fue un atentado al orden constitucional y el acto final de un guion elaborado por las perversas mentes del Foro de São Paulo, hoy Grupo de Puebla, con operadores activos desde Bolivia, Cuba y Venezuela. Desde México, el exagente de la KGB, Daniel Estulín, intentaba la reposición de Castillo y organizaba las infames “Tomas de Lima” para lograrlo.
En medio del caos golpista, Boluarte —sucesora constitucional de Castillo— asumió la presidencia. Lo hizo pese a la negativa de su bancada, en la orfandad política y sin experiencia. Como explicó Román Cendoya en el programa de Milagros Leiva, su decisión salvó la institucionalidad, la Constitución, la continuidad democrática y evitó que el Perú cayera en el eje bolivariano. Un acto que la historia sabrá reconocer.
La Constitución es clara: si renuncia el presidente, asume el vicepresidente; si este se niega, lo hace el presidente del Congreso. En ese momento, José Williams Zapata habría tenido que encargarse, pero un militar retirado sin apoyo popular habría sido la cereza en el pastel para que el radicalismo denuncie que una dictadura era dirigida desde Lima.
El sur del país bullía. En Puno y Cusco, la narrativa del “presidente del pueblo preso por la élite” caló. Los Ponchos Rojos de Bolivia estaban activados. La refinada inteligencia cubana G-2 operaba en el campo, y su máximo representante, el “Gallo” Zamora, era el embajador. El relato bolivariano había enraizado. La mesa estaba servida para un estallido violento, ideal para el libreto chavista: un Congreso desprestigiado cuyo titular —exmilitar— se encargaba del Ejecutivo; elecciones adelantadas en un escenario golpista y un país dividido por la narrativa de una “dictadura”. Habían creado el momento para que un radical ganara por el voto hepático, hastiado y desinformado.
La izquierda radical —cerronista, castillista, aliada de Evo, Maduro, Cuba y México— tenía una coartada, eran víctimas del “golpe”, había “muertos civiles” por defender el retorno de Castillo, decían de “su” democracia; ellos eran los redentores de una nueva Constitución. Su objetivo, entonces y ahora: desmantelar el modelo económico. La Asamblea Constituyente se daría indefectiblemente, la inversión privada se paralizaría y el Perú caería en garras del castro-chavismo. Boluarte cerró esa puerta y evitó que nos convirtiéramos en un satélite bolivariano; además, el Congreso no cedió ante la anarquía electoral que suponía adelantar los comicios.
Hoy los golpes no necesitan tanques, bastan los relatos y las narrativas, y una prensa mendaz, mártires inventados por las redes sociales fertilizando el terreno para una potencial guerra civil. Boluarte fue escudo de contención frente a un proyecto empobrecedor, totalitario, violento e inmenso. Y esa batalla de ideología transnacional, aunque siga abierta, se ganó ese día, pero la derecha estupidizada no lo entiende.
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