Asunción del cargo presidencial
Nuestra Carta Fundamental establece que el Presidente de la República presta juramento de ley y asume el cargo, ante el Congreso, el 28 de julio del año en que se realiza la elección. Esta disposición, de aparente sencillez normativa, contiene un núcleo esencial del constitucionalismo republicano: la institucionalización del poder político mediante el acto solemne de juramentación, la formalización del mandato democrático y la renovación periódica del liderazgo nacional.
Lejos de tratarse de un simple formalismo ceremonial, este momento de transición constitucional reviste una honda significación filosófica, política y jurídica, que merece ser explorada con detenimiento. Tanto la Constitución de 1933 como la de 1979 regularon con claridad el acto de asunción del cargo presidencial. El artículo 140 de la Carta de 1933 disponía que “El Presidente de la República presta juramento ante el Congreso y asume el cargo el día señalado por la ley”, mientras que el artículo 209 de la Constitución de 1979 precisaba que la investidura debía realizarse también el 28 de julio, fecha emblemática de la independencia nacional.
Esta coincidencia entre el calendario cívico-patriótico y el acto político-constitucional subraya la voluntad del constituyente de articular el nacimiento de la República con la renovación democrática del poder. La reiteración de esta disposición en la Constitución de 1993 revela una continuidad institucional que, aunque tensionada por crisis políticas, sigue siendo un punto de inflexión para el orden democrático.
El juramento presidencial, en ese sentido, no es un mero requisito legal: es la manifestación solemne de fidelidad al pacto constitucional, por parte de quien ha sido elegido por el pueblo soberano para ejercer la más alta magistratura del Estado. Desde una perspectiva filosófico-política, la juramentación presidencial representa un rito de paso entre la voluntad popular y el ejercicio legítimo del poder. El Presidente electo no asume el cargo automáticamente tras su proclamación; su mandato requiere ser solemnizado y ratificado institucionalmente ante el Congreso, órgano representativo del pueblo.
Esta exigencia es coherente con la teoría republicana del poder como una delegación transitoria, limitada y controlada, no como una apropiación personal ni una expresión carismática. El juramento constitucional se convierte, así, en un acto fundacional y performativo: el Presidente promete obedecer y hacer cumplir la Constitución, someterse a sus límites y actuar en defensa del Estado de derecho. Se trata de una reafirmación del principio de supremacía constitucional, piedra angular de toda democracia constitucional.
Desde el plano institucional, la ceremonia del 28 de julio configura un momento de cohesión simbólica para la República. No solo señala la renovación legítima del poder Ejecutivo, sino que también reafirma la continuidad institucional frente al riesgo de rupturas o vacíos de poder. En un sistema presidencialista como el peruano, en el que el Presidente concentra funciones de jefe de Estado, jefe de Gobierno y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, la regularidad y solemnidad del acto de asunción es vital para mantener la estabilidad democrática y la confianza ciudadana.
Asimismo, el hecho de que este acto tenga lugar ante el Congreso de la República refuerza el principio de equilibrio y control entre poderes. El Congreso no es un espectador pasivo: es el receptor y garante del compromiso constitucional del Presidente, lo que se traduce en una forma institucionalizada de reciprocidad y vigilancia.
En conclusión, la asunción del cargo presidencial, consagrada constitucionalmente, no es una formalidad administrativa ni una simple transmisión del mando: es un acto fundacional del orden democrático, que une el mandato del pueblo con la institucionalidad del Estado. Su valor jurídico se entrelaza con su profunda carga simbólica y su trascendencia política. Al jurar ante el Congreso, el Presidente se somete al orden constitucional y reafirma su compromiso con la legalidad, la ética pública y el respeto por la voluntad ciudadana. En una democracia fatigada por la inestabilidad, este acto no debe trivializarse. Por el contrario, debe resignificarse como recordatorio de que el poder, para ser legítimo, debe siempre comenzar y terminar en la Constitución.
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