“¡Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra!”
Queridos hermanos, estamos ante el domingo XVIII del tiempo ordinario. La primera lectura es del libro del Eclesiastés y nos dice: “¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad! Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?”. El hombre se pasa robando a la gloria de Dios, en búsqueda de aplausos, reconocimientos y el éxito. Mas no buscamos lo humilde, lo pequeño, lo sencillo. Jesús fue humillado durante su vida terrenal y es este el camino, hermanos para la felicidad. Damos respuesta a esta lectura con el Salmo 89: “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo”.
Este salmo es un canto en honor a Dios y la gloria del hombre, en el que pedimos un corazón con discernimiento, un corazón según Dios. La segunda lectura es de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”. Hermanos, despojémonos de los bienes de la tierra y aspiremos a los bienes celestiales: la felicidad, el discernimiento, la paz. Esta es la misión de la Iglesia: anunciar el reino de Dios, el reino a donde iremos. Hermanos, nosotros podemos transformar el pecado por la gracia de Dios. Esta es la manera de abandonar al hombre viejo que nos acerca los bienes terrenos: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, la avaricia; todas ellas son idolatrías del mundo. Por ello, despojarse del hombre viejo significa renunciar a ellas, porque son obras que nos llevan a la muerte. Revistámonos del hombre nuevo, creado a la imagen y semejanza de Dios es su inmensa misericordia.
El Evangelio de san Lucas: “Dijo uno de entre la gente a Jesús: Maestro, dije a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Él le dijo: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros? Y les dijo: Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. Y les propuso una parábola: Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios”. Hermanos, recordemos que en vida muchos santos, hombres y mujeres a quienes contemplamos en estos días, entregaron su vida al servicio de los pobres. Su tesoro y su riqueza residen en el amor y entrega hacia los pobres.
Pero, la vida moderna y posmoderna nos enseña a no mancharnos con la vida de nadie. Jesús se manchó las manos por nosotros, por tus pecados y los míos. Tú, ¿Estás dispuesto a mancharte las manos por el pobre o enfermo? Si tu respuesta es no, estás adorando una idolatría. Este Evangelio nos invita a reflexionar sobre ¿Qué significa ser rico delante de Dios? La respuesta es aprendiendo a vivir en las obras de misericordia, de oración y contemplación. Los invito a rezar, a ponernos de rodillas delante del Señor y decir: “Soy un pecador, ten compasión de mi”. Hermanos, los invito a invertir en la verdadera riqueza, en las verdaderas obras de misericordia. No en el dinero que nos lleva a la infelicidad. Has esto y serás feliz. Dios nos da el secreto de la felicidad en esta vida, para los matrimonios, como para los jóvenes y para todo aquel que quiere salvarse y le interesa la experiencia del reino de Dios. Que en este día, la bendición de Dios descienda sobre todos ustedes.