Aprendamos de la muerte
Hace más de un año el mundo entero se enfrenta a la muerte, todos hemos perdido a alguien cercano; esta situación me permitirá reflexionar acerca de la muerte: ¿Cómo enfrentarnos a nuestro propio final?, ¿podemos enseñar a morir?, ¿podemos ser mejores mortales?, ¿podemos ser mejores humanos? No nos hemos detenido a meditar en ello, quizá por nuestro miedo egocéntrico al fin de nuestra existencia.
En los últimos tiempos, hemos subestimado a la muerte, primando un pensamiento errado de que todos pueden morir menos nosotros, descuidamos nuestra salud y solo mostramos interés en ella cuando es imposible recuperarla. Hagamos un ejercicio: ¿a cuántas personas que ya no están en este mundo hemos tocado, visto, abrazado, besado, etc.?, estoy seguro de que será largo el recuento de cadáveres y servirá para recordar que todos somos mortales.
Eludir a la muerte no nos ha hecho más fuertes, más valientes o más sabios frente a ella, sino todo lo contrario: más temerosos; solo pensamos en nuestra muerte y no en la de los demás, no sabemos -por ejemplo- cómo consolar a alguien que ha perdido a un ser querido o tratamos de evitar la tristeza, por nuestra incapacidad de sentir el dolor ajeno, nos aterra la idea de saber que nos enfrentaremos a la muerte en soledad; nos preparamos y entrenamos para todo, menos para morir.
Recuerdo los velorios en mi pueblo natal, con un ambiente plañidero, siempre era impactante ver a uno de los nuestros inerte y el arduo trabajo de sus familiares para que no falte ni comida ni bebida para los asistentes, así como la colaboración de los buenos vecinos para preparar la sepultura. Años después, cuando algún ser querido perdía la vida, he tenido la oportunidad de tocarlo, quizá con la esperanza de obtener una última respuesta, pero su corazón ya no latía, esa personalidad animada se había apagado, volviéndose tan fría como el mármol.
Ante la pérdida, no debemos sentir vergüenza por el dolor, recordemos que hasta los más grandes héroes griegos lloraron hasta empapar sus vestimentas, los cuerpos yacentes merecen nuestro mayor respeto, generación tras generación hemos ido heredando rituales para disimular la herida de la mortalidad, procurando consolar a los afligidos y dejando en su última morada a los muertos, recordando lo mejor de sus vidas, muchas veces evocando sus buenas acciones y sus alegrías.
La muerte, hoy más que nunca, es un evento de todos los días, lamentablemente por el contagio nos vemos imposibilitados de reunirnos masivamente a despedir a quienes emprendieron el viaje eterno; teníamos, en cada velorio, la oportunidad de recordar que nuestra existencia un día tendrá su fin, inevitablemente, de recrear la sabiduría de nuestros antepasados y asumir nuestra natural impotencia frente a la muerte, la misma que golpea sin piedad y sin distingo.
A lo largo de nuestra existencia, quizá no lleguemos a reconocernos a nosotros mismos como integrante de una comunidad de mortales; pero intentemos aprender la lección cuando uno de los nuestros deja esta dimensión, un moribundo nos puede enseñar a morir cuando llegue nuestro turno; admitamos que somos mortales y llegará el momento en que ya no estemos acá, pues somos humanos y como tales somos vulnerables, como cada vida que nos rodea.
La muerte existe porque la vida existe y las dos son una unidad, no nos sintamos mal al prepararnos para nuestra muerte, tenemos toda una vida para hacerlo; honremos a nuestros muertos, a nuestra manera y respetando las maneras de los demás; hagamos que su viaje sideral sea auspicioso, inexorablemente llegará nuestro momento; ellos allá nos esperan.
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