Anticorrupción...
Desde los años setenta del siglo pasado, cuando cursábamos nuestros estudios universitarios, el debate sobre la plaga moral llamada corrupción siempre desataba una especie de pandemia ética sobre la nación peruana. .
Tal vez desde antes de la República, pero acrecentada con ésta por la inexistente institucionalidad, con caudillos y ladrones a diestra y siniestra, y por la imposible gobernabilidad en un país en el cual, quien tenía poder, siempre terminaba haciendo lo que le venía en gana y de manera impune.
Tal vez por tal razón nos acostumbramos a las dictaduras provocadas por golpes de Estado o revueltas montoneras que llegaban al poder político disfrazadas de revoluciones, las cuales lograban una legitimidad inicial con medidas harto populistas y, por ende, asistencialistas, sin construir un sistema educativo que le diera a la nación un soporte de creatividad y competitividad. Por esta razón, la corrupción era el fin inevitable de esos justicieros autocráticos, porque la concentración de poder termina siempre pervirtiendo las buenas intenciones, cuando las hay.
Al efectuar el análisis sobre los sistemas de controles en lo administrativo, económico y financiero, y la medición de sus resultados funcionales en la prestación de bienes y servicios a la colectividad con calidad, eficacia, bajo costo y alto beneficio, nos encontrábamos con un panorama en el cual no existía ruta alguna de control. Solo podíamos seguir espectando grandes escándalos denunciados por la prensa o cuando algún invulnerable se debilitaba y el más poderoso iniciaba la persecución, de modo que la reacción se producía cuando el hecho ya estaba consumado y el daño producido, quedando a partir de allí solo el control posterior a cargo del sistema de justicia.
Hablar de controles preventivos y concurrentes era una utopía. Como ejemplo podemos mencionar que, en el Poder Judicial, antes de la creación del Ministerio Público, todo control estaba a cargo de la Corte Suprema, pero sin ninguna línea jerárquica y exclusiva de detección y prevención, lo que aceleraba su desprestigio. Esto casi siempre era el detonante de cualquier golpe de Estado con la subsecuente destitución de toda la magistratura. Recién en 1979 fue creada la Oficina de Control Interno del Poder Judicial, ineficaz por donde se le mire. A partir de 1991, la Oficina de Control de la Magistratura adoptó un control mixto, pues involucró al entonces Consejo Nacional de la Magistratura, hoy JNJ, también ineficaz, teniendo hoy el control económico, administrativo y financiero vinculado a la Contraloría y el control funcional a cargo de la Autoridad Nacional de Control.
Por allí se crearon las oficinas de Integridad, que están pasando a mejor vida por su absoluta falta de resultados.
En resumen, no tenemos un sistema consolidado de controles y la corrupción nos sigue asfixiando. Tenemos que repensarlo todo nuevamente para generar entes no burocráticos y efectivos para evitar tanto latrocinio público.
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