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Al otro lado de la meta

Fecha Publicación: 23/03/2024 - 20:50
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Tenía ocho años cuando llegué a casa conmovido por la primera composición. Yo no sabía qué era, solo recuerdo la emoción de mi padre leyéndola en voz alta.

Había escrito sobre un niño que vivía en el fondo del océano, una criatura que salía de vez en cuando a la superficie a mirar de lejos, y con miedo, a otros niños, que jugaban sobre la arena.

De repente ya no era un niño, sino un pájaro que sobrevolaba la ciudad, un cuervo que aterrizaba en la cúpula de una vieja catedral para observar cómo peleaban los seres humanos.

Entonces el cuervo perdía el equilibrio, cerraba los ojos, graznaba, caía, y en la caída abría los ojos, se ponía de pie, corría: era un hombre que huía hacia el océano y se disfrazaba de niño, de un niño que se ocultaba al fondo del Pacífico. “Deberías escribir más historias”, aconsejó mi padre. Yo no sabía qué hacer.

Solo tomé el cuaderno, lo guardé en mi mochila, y me fui con la velocidad de quien intenta escapar de algo que no termina de entender. La poesía es algo que no termino de entender, por eso no he dejado de perseguirla, por eso continúo arrojándome a la página en blanco con la seguridad de que podré tocarla, aunque eso yo nunca lo sepa.

Temo alcanzarla. Sería terrible vivir para ese día. La vida sería una carrera que me entregaría una meta posible, un blanco al que alguna vez podría alcanzar con la incertidumbre de no saber qué hay al otro lado de la meta. En eso pensé la noche cuando, en un Boeing de Aerolíneas Argentinas, estuvimos a merced de unas implacables turbulencias: algunos pasajeros empezaron a gritar, otros rezaban mientras se aferraban a sus asientos.

Las luces de alarma se encendieron tal cual se encienden en las películas; yo veía todo sucediéndose veloz, la señora de mi costado tosía de nervios, una pareja adelante gritaba el padre nuestro, la tripulación intentaba calmarnos aún a costas de su propio pánico; de repente, todo se puso en cámara lenta: los gritos, los rostros aterrados, el parpadeo de las luces. Me pregunté si había llegado al lugar del miedo o si acaso aquello era un preámbulo de la muerte.

Yo mismo estaba asustado, pero ¿qué había más allá del pánico? ¿Después del miedo, qué? Nada, solo el vacío, la certeza de algo que se acaba. De pronto desapareció la ansiedad, el miedo a morir; me quité el cinturón de seguridad, saqué el móvil y me puse a escribir como si, en ese acto, la vida me entregaba la posibilidad de ser feliz.

¿Qué harías si te queda poco tiempo? Fue la pregunta que me asaltó en esos momentos. Entonces fui el niño que vivía al fondo del océano, el cuervo aleteando sobre el cielo; el hombre que decidió escribir, a tiempo completo.

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