Adiós a mi biblioteca
Son demasiados libros. Una simple operación aritmética aterriza, con realpolitik personal, que es imposible leer todos los libros que he ido, literalmente, atesorando todos estos años. Aun si fuera un joven veinteañero, con esas ganas devoradoras de leer todos los catálogos del mundo, cuando soñaba, como un aspirante entusiasta, a poseer una inmensa biblioteca y, claro, enorgullecerme de ello, la contundencia de las matemáticas, la inevitable gravedad y sus avatares, la edad inminente con sus protocolos de cuidado, las otras ocupaciones laborales requeridas y, claro, la preferencia cada vez más por los instantes compartidos con mis seres amados, ha dejado una conclusión ineludible.
No hay modo, hay que redistribuir varios. Esa pasión de convertir a los libros en los mejores compañeros y, que en esos arranques de ilusión, cada vez más en vías de desaparición, de que un día, uno de estos esperados y ansiados días, por fin me sentaré por horas y horas, como cuando era un adolescente y revisaba, enaltecido de dicha reveladora, mis libros de segunda mano como si fueran un pórtico de universos fascinantes, acción que realizaba madrugadas enteras y febriles. El tiempo estaba a favor de todo aquel que cree que el futuro es infinito. Y claro, el proyecto de tener una biblioteca personal abundante en posibilidades era un plan de vida en sí mismo, parte de nuestra esforzada y no tan generosa fortuna de profesor universitario se ha ido en colecciones de poesía, filosofía, artes escénicas, es decir, un largo y diverso inventario de cada uno de los inolvidables esfuerzos que significó hallar y encajar con libros únicos.
Y, como lo saben los lectores comprometidos, cada uno de los libros requiere de una dosificación particular. Hay algunos que se leyeron una sola vez y su estela ha sido definitiva. Por eso los resguardamos en los bellos estantes que mandamos a diseñar para tenerlos al alcance y volver a ellos cuando sea necesario. Claro, están los otros textos de revisión constante, como redescubrimientos vitales, en la que cada frase la asumimos que está hecha para nosotros y que, ese escritor, ya desaparecido, nos dejó un mensaje singular, preciso, cronométrico y oportuno con nuestro estado espiritual de ese momento. Podemos contar cada historia de adquisición, desde su encuentro en ferias en la que hemos ido paseando con unción de descubrirlos, esperándonos, solo para nosotros, acaso; también los que hemos ido a su caza en librerías escondidas, en esos lugares en las que nos percatamos, como el cuento La insignia de Ribeyro, que así como nosotros, había otros que buscaban con secretismos dignos de una cofradía milenaria: los libros.
A diferencia de la voracidad juvenil, cada vez somos más unos lectores selectivos, comprendiendo con lucidez y experiencia, al punto de un instinto desarrollado, de detectar los textos que nos interesan profundamente. Y, claro, se han ido reduciendo paulatinamente las adquisiciones. Pero ya el empeño minucioso y, admitamoslo, desaforado de adquisiciones de años ha sido suficiente para detentar miles de libros en un lugar preparado, como un templo laico, sobre el cual gira gran parte de nuestra habitual vida. Aunque, en un hipotético escenario, los años que nos quedan sean maximizados, tampoco se podría leer la totalidad. Entonces, los miro, pasmado y agradecido, desplegados en los preciosos anaqueles que, comenzaran a vaciarse y, deseando, que cada uno de los que sean desterrados, encuentren un corazón a la altura de su bondad y conocimiento.
Por Rubén Quiroz Ávila
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