456 años del Tribunal de la Santa Inquisición en América
Un día como hoy, el 7 de febrero de 1569, el rey Felipe II, decidió establecer en América, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Al año siguiente fue instalado en el Perú. Es verdad que ya existía desde los tiempos de los Reyes Católicos (1470) y en Francia desde 1184, principalmente para mantener la unidad de la fe frente a la Reforma Religiosa, un movimiento contestatario emprendido en Europa por obra de Martín Lutero (Alemania), Enrique VIII (Inglaterra) y Juan Calvino (Francia), que cuestionó a la Iglesia Católica, pero sobre todo a la sede en Roma donde vivía el Papa concentrando el poder de la milenaria comunidad eclesial. En este tipo de juicios de fe –era la reacción o Contrarreforma-, como ahora, hubo fiscales, cuya sacrosanta actitud acusadora era demostrar la culpabilidad de los infieles y herejes –recordemos que nunca se demuestra la inocencia que para todo siempre se presume–, y lograr para éstos el castigo, cuya máxima condena era la muerte en la hoguera. Por este tribunal se produjo en el siglo XVI el sonadísimo debate entre el dominico Bartolomé de las Casas (1474-1566) y el jurista Ginés de Sepúlveda (1490-1573), que fundamentaba que los indígenas no tenían alma y que debían ser pasibles del máximo castigo por la Santa Inquisición. Al final de la denominada “Controversia o Junta de Valladolid” (1550-1551), los argumentos del también llamado “Apóstol de los Indios”, que defendía a los indígenas, merecieron la aquiescencia de la monarquía que concluyó que los naturales de los territorios conquistados por la Corona sí tenían alma, aunque eran considerados hermanos menores. Por esta razón –acabemos con el mito de sus cruentos castigos–, no hubo durante el virreinato ningún ajusticiamiento contra los indígenas que fueron excluidos de su sistema inquisitorial si no únicamente a los herejes o a aquellos que denostaban de su condición de conversos. Durante la crisis española por la invasión napoleónica por la que Bonaparte colocó a su hermano José, apodado “Pepe Botella” al frente de la península ibérica doblegada temporalmente, fueron las Cortes de Cádiz, en 1812 que llegó a presidir el criollo peruano y eminente jurista Vicente Morales y Duárez, cuyo prestigioso nombre le ha servido al Ilustre Colegio de Abogados de Lima para conferir su máxima condecoración, que por cierto me honra contarla, las que decidieron su abolición y solamente fueron erradicadas sus sanciones como práctica punitiva, recién en 1834, durante la Regencia de María Cristina de Borbón (1833-1840), cuando el Perú ya era un Estado independiente y gobernaba el país Luis Felipe Orbegoso (1833-1836). Las prácticas punitivas de las dictaduras y de los regímenes totalitarios durante el siglo XX y lo que va del XXI, que destacan por la tortura, tratos crueles, inhumanos y denigrantes, es decir, con evidente y dominante castigo físico, deben ser condenadas, y debemos precisar que en nada se parecen al uso de la fuerza del Estado, que es el ejercicio legítimo de la coacción y la coerción, propio del ius imperium o poder estatal.
(*) Excanciller del Perú e Internacionalista
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