ÚLTIMA HORA
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Luis Miguel Cangalaya

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En ese entonces era un privilegio estudiar. No para todos, cierto, sino para las mujeres que a mediados del siglo XIX tenían restringido el acceso a la educación superior. Incluso solo las mujeres de élite podían estudiar hasta tercer grado de secundaria, pues habían nacido para casarse, servir y cuidar a los hijos.

Cuando éramos pequeños esperábamos las flores de la primavera. Al iniciar septiembre íbamos marcando cada día en el calendario hasta llegar al número veintitrés. A veces, cuando la ansiedad nos ganaba, marcábamos de dos en dos para que el tiempo se adelantara y ya pudiéramos celebrar la llegada de la primavera. Ese día, nos levantábamos temprano y subíamos al segundo piso.

Los entendidos en libros dicen que una buena lectura nos hace vivir esos mundos que no podríamos vivir en la realidad. Es otro mundo, otra vida, una que nos conmueve y despierta hasta las emociones más escondidas. Esos libros, los que nos marcan y nos remueven hasta el alma, también rebuscan entre nuestros recuerdos y nos hacen retroceder en el tiempo.

Debimos ir un par de veces en toda esa adolescencia convulsionada. Dos, o quizá tres, no lo recuerdo bien. Lo único seguro, casi veinte años después, es el aire que golpeaba nuestro rostro mientras sacábamos casi medio cuerpo por la ventana y mirábamos las casas que iban apareciendo en los cerros luego de cada curva.

Está claro, publicar en revistas científicas es un imperativo. Las publicaciones permiten la inserción en la comunidad académica y exigen una capacidad de redacción propia de los estándares que exijan las revistas indexadas. Es cierto que es un camino difícil, pero es, sobre todo, el más difundido y de mayor alcance para la investigación en la actualidad.

Hace 234 años, el filósofo Enmanuel Kant sacaba a la luz su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), donde emplearía por primera vez el término “imperativo categórico”. Hoy, tantos años después, necesitamos repensar sus ideas para entender un mundo tan convulsionado como el nuestro.

Papá siempre decía que Junín era tierra de campeones. Yo dudaba porque su amor a la tierra que lo vio nacer, Huancayo, lo sumergía en la subjetividad cuando evocaba sus raíces. La primera vez que me llevó a Sicaya para ver cómo trabajaban esos hombres y mujeres sin importarles el sol o la lluvia que golpeaba sus cuerpos, recién lo comprendí.

Todos somos parihuanas. No las he visto en persona, pero creo que somos así. Tampoco sé si San Martín alguna vez las vio como señala la historia del sueño que tuvo y que, según el relato, lo inspiró para idear la bandera peruana. Valdelomar crea toda una atmósfera ficticia donde aparece San Martín recostado sobre una palmera, luego de desembarcar en la Bahía de Paracas.

El abuelo solía referirse a ellos como si los conociera de tiempo. Los repetía siempre, cada vez que tenía la oportunidad de compararnos con alguien o de hacer alusión hacia alguna persona que, seguramente, en nuestro imaginario infantil, existía.

El Perú es un país complejo. Un país que transitó por una conquista española –o invasión, según los entendidos– y vivió una época de colonia impuesta, con el tiempo buscó alcanzar alejarse del sometimiento con las guerras por la independencia. Sin embargo, queda la duda si esto en verdad se ha conseguido luego de tantos años.

La historia cuando nos es adversa, a veces, no se repite. En realidad, no debería repetirse. Nunca deberíamos permitir que el círculo gire para volver a vivir la misma historia que nos hiere o que no nos permite respirar.

Hace unos días, en una charla que Mario Vargas Llosa dio en Madrid, afirmó algo que podría desconcertar a más de un padre interesado en que sus hijos se involucren con la lectura. Según la agencia EFE, el escritor señaló que les pagaba a sus hijos para que leyeran. En medio de risas, recordó que les decía “si leen una hora les doy una propina y, si leen dos, les doy otra”.

Existe una enfermedad que se generaliza entre los que publican literatura por primera vez. Así, en genérico, publicar literatura, desde un poema en internet hasta un libro, los vuelve vulnerables para ser atacados sin piedad. La degradación ingresa poco a poco, los huele, los toma como una presa fácil y luego los maneja a su antojo.

Vallejo se apropió del lenguaje. Lo utilizó como quiso y rompió los esquemas para experimentar con él y reformularlo. Así era el Vallejo vanguardista. Ensayó con múltiples formas de escribir poesía y entendió que no trataba solo de mostrar versos, sino de darles vida, de permitirles respirar más allá de la página misma; en suma, de rebelarse contra lo tradicional y el orden establecido.

Hay palabras que se niegan al cambio. Se atrincheran en el discurso del colectivo social para buscar un espacio de refugio que les permita permanecer a pesar del tiempo. En realidad, el tiempo solo es un mito para las palabras. No podríamos detenerlas si el uso en la oralidad o en la escritura les otorga poder y las mantiene. Eso sucedió con los demostrativos.

El cielo gris de Lima siempre nos devuelve la mirada, nos atrapa y permite encontrarnos con nosotros mismos. Nos hace cómplices. Uno mira hacia el cielo limeño y de pronto siente que este le contesta con esos mismos ojos opacos, como si sus pupilas fueran las nuestras.

Fue un domingo. Más de 47000 personas habían colmado el Estadio Nacional y esperaban un triunfo. Ese 24 de mayo de 1964 era la final clasificatoria para las Olimpiadas de Tokio, y Argentina ganaba uno a cero a una selección peruana que luchó hasta el final, hasta esos últimos minutos cuando las graderías peruanas vibraron con el gol del empate.

Javier Heraud tenía 21 años cuando lo alcanzó la muerte. Era joven, combativo, comprometido con los problemas de la sociedad. Un día decidió alzar su voz, ponerse de pie y subió a las montañas para luchar contra la injusticia. Y así, la muerte lo alcanzó cuando lo asesinaron en Puerto Maldonado con más de veinte balas. Sin embargo, el poeta siempre estuvo preparado para enfrentar la muerte.

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