Reflexiones sobre la gobernabilidad [ANÁLISIS]
La política actual se presenta como un “espejo engañoso”, donde la percepción pública puede ser manipulada para mostrar una democracia aparente, mientras se ocultan los verdaderos problemas que enfrenta el Estado.
La política, y de manera particular, la forma o el talante como se ejerce y se lleva a la práctica, muchas veces resulta un espejo engañoso sobre lo que acontece en una realidad determinada. Un espejo puede ser una realidad ambivalente, ambigua y hasta engañosa, dependiendo de quién se mire y cómo se vea uno mismo reflejado como parte de su propio retrato.
Hablamos de lo que se persigue que se mire, de lo que cada uno puede ver y, de forma más determinante, de lo que se logra que se perciba. No es un juego de palabras o metáforas, sino de una supuesta realidad que puede prestar (debería ser “prestarse”) a todo tipo de manipulaciones o tergiversaciones, por supuesto dependiendo de los intereses políticos que se encuentren en juego. También puede ser una fórmula encubierta para destruir o ir debilitando a la democracia.
Realidad espejada
Hablamos de un panorama azogado (debería ser “agitado”), en el que se reflejan los objetos o las imágenes que se tienen por delante, y que en gran medida pueden expresar hacia nosotros algo que puede ser de nuestro agrado y, por consiguiente, aprobación, como también todo lo contrario: un creciente desagrado o una contrariedad abierta. Hablamos de lo que conviene que se vea o se anote en el plano de la apariencia, y de lo que no conviene que se visualice o que se vea en el contexto colectivo. Una realidad espejada, aparentemente limpia y suficientemente tersa o maquillada, como si fuera un verdadero espejo que solo muestra lo que interesa.
Un espejo que esconde un alto contenido político, que expresa una finalidad ciertamente política pero encubierta frente a determinadas creencias o dogmas, como si todo lo que acontece en la democracia representativa fuera normal o uniforme, siempre dentro de los parámetros que caracterizan a las democracias. Un espejo de la democracia, como parte de una aparente y ficticia normalidad en la que se desenvuelve un estado de derecho, aunque la realidad cotidiana respecto a lo que acontece muestre todo lo contrario. Un espejo engañoso de la democracia que solo nos hace ver lo que conviene que se vea, y viceversa.
Personificación de la nación
Como todos sabemos, nuestra Constitución Política establece que el Estado peruano es uno e indivisible. Se nos dice que se trata de un gobierno unitario, representativo y descentralizado, que se organiza y funciona de acuerdo al principio inmutable de la separación de poderes y la representatividad, como los ejes principales que caracterizan a la democracia. La gobernabilidad se simboliza, representada y reflejada, en un espejo en quien ejerce la primera gobernación y en todo el simbolismo o elocuencia que acompaña una labor de esta naturaleza.
La Presidencia de la República y los que integran los poderes del Estado, los cuales se personifican a través del propio jefe de Estado, sus ministros y los parlamentarios, son quienes, en última instancia, personifican a toda la nación. Hablamos de una imagen funcional al más alto nivel, que debe marcar un equilibrio razonable y ponderado entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Una imagen funcional que, por su relevancia, preeminencia e importancia, absorbe la totalidad del imaginario colectivo representativo en todos y cada uno de los planos funcionales. Su argumento principal es afirmar categóricamente que vivimos en una democracia representativa, aunque, al mismo tiempo, la realidad demuestra que poco importa respetar los principios que rigen la democracia.
Manipulación representativa
Hablo de un decorado y un engalanado aparentemente democrático, que también puede encerrar toda una serie de mentiras y farsas para confundir a la democracia, como parte de un aparente juego de fuerzas y voluntades políticas con fines contrarios a la democracia. Un estado de fijación interesado para esconder intereses soterrados e ir progresivamente desplazando (debería ser “desplomando” o “debilitando”) a la democracia inmersa en su propio juego.
Una visualización en el imaginario nacional que, aunque su presencia representa la gobernabilidad, el estado de derecho y la misma democracia, en la misma gestión funcional acontece todo lo contrario. Hablamos de hacernos creer en el imaginario popular que vivimos en plena democracia, aunque lo que realmente importa en su trasfondo no sea otro objetivo que quebrarla, contradictoriamente, a través de los mismos mecanismos que ofrece una democracia cada vez más debilitada desde adentro y en el ejercicio funcional.
Quebrar el equilibrio
Se trata de quebrar y romper el control o el equilibrio que debe existir entre los poderes del Estado, debilitando o quebrando el control o equilibrio entre los poderes. Las democracias se corroen a sí mismas para fines de anidar proyectos que reniegan contra ellas. La mejor forma de hacerlo es recurriendo a los mismos mecanismos que solventa la democracia a su interior, entre otros, recurriendo a la prerrogativa de promulgar leyes como parte del derecho a legislar, que se supone debe ser a favor de las grandes mayorías y no respecto a la defensa de intereses sectarios, personales o partidarios. Aunque resuene como una ironía, es a través de las modificaciones de las leyes, como máxima expresión de la legalidad, que se busca desestabilizar el sistema institucional para suscitar un clima de zozobra e inseguridad jurídica.
La justicia como objetivo
Sin soslayar los intereses que median respecto a determinados políticos u otros personajes involucrados o procesados en corrupción y otras actividades contrarias a las leyes, el control sobre el sistema de justicia es una realidad innegable frente a proyectos de esta naturaleza. Hablamos de una forma legal de ir desmoronándola hasta hacerla incapaz de solucionar los problemas para los cuales fue ideada. En realidad, se trata de un doble juego: tanto para salir librados de graves acusaciones respecto a graves responsabilidades penales, como también para tener control absoluto sobre la legalidad.
Acabar con la democracia
La historia de los últimos años está plagada de procesos y acciones políticas que buscaron de distintas formas acabar con las democracias. Algunos recurrieron a procedimientos violentos, como los golpes de Estado, que hicieron sucumbir inmediatamente a las democracias, interviniendo o cerrando las instituciones que son claves para la democracia; y en otros casos, recurriendo a maneras más sutiles o a fórmulas más democráticas para ir carcomiéndola desde adentro. Hay también quienes recurrieron a la polarización de la población frente a determinados conflictos internos para justificar medidas extremas. Lo paradójico es que quienes persiguen acabar con las democracias utilizan las mismas instituciones que se supone son representativas de la colectividad.
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