Congreso trama su perpetuidad con norma: reelección ‘parlamentaria’ como proyecto político [ANÁLISIS]
Legisladores buscan eternizarse en el poder con reformas “legales” que burlan la voluntad popular.
Quienes piensan que las actuales modificaciones que se están llevando a cabo respecto del marco normativo que corresponde a la gestión parlamentaria y su prolongación, para que los actuales congresistas en el ejercicio de sus funciones de representación parlamentaria puedan volver a postular en las próximas elecciones y ganar un curul, es solo un conjunto de iniciativas legales de algunos partidos políticos o parlamentarios que persiguen en alguna medida mejorar y superar el bajo desempeño del Parlamento en nuestro medio, soslayan o no le otorgan la suficiente importancia a lo que en realidad media o se esconde detrás de todas estas acciones políticas, que no son otra cosa que ir consolidando un proyecto político.
Proyecto que, a mediano o largo plazo, persigue que una dirigencia partidaria selecta y afín a determinados intereses se perpetúe en el poder congresal, aprovechándose de las facilidades, mejor dicho debilidades, que brinda el Estado de derecho, el derecho mismo a la representatividad popular, y en última instancia, de la misma democracia como sistema de gobierno que tiene poca capacidad de respuesta ante la arremetida concertada y orientada de estas características.
Acciones parlamentarias concertadas
No creo que se trate de acciones aisladas o distantes entre unas y otras, y que pueden subyacer o provenir del inconsciente colectivo particular o individual de algunos legisladores, y menos aún estén distantes de un concierto de voluntades y oportunidades en la que cada grupo político o partido trata de sacar la mejor tajada o provecho.
Por el contrario, implica ir consolidando en forma sistemática y progresiva toda una serie de iniciativas legislativas, incluso las constitucionales, que persiguen ir apuntalando un proyecto político unitario y sistemático, por no decir totalitario, de largo alcance y a futuro.
Aunque parezca una ironía o paradoja en términos de un análisis democrático afirmarlo, lo que se estaría persiguiendo no es otro objetivo que hacerse del poder político, a través de la “vía democrática”, quebrándola, infringiéndola y menospreciándola, no de una manera dramática, directa o trágica como ha acontecido en otros casos como han sido los golpes de Estado, aunque igualmente destructiva o demoledora para una democracia debilitada como la que vive nuestro país en los últimos años.
La democracia puede ser destruida no en manos de dictadores, regímenes totalitarios o golpes de Estado como tradicionalmente se entiende, por lo menos en los primeros momentos, sino al revés y por medios más sutiles y velados procedimientos que permite la democracia: por medio de líderes políticos, representantes y presidentes electos en las urnas electorales, los que con acciones o decisiones de esta naturaleza, en condiciones programáticas y haciendo uso de la ley, van subvirtiendo o desaguando el orden democrático —por emplear un concepto más coloquial— a través de los mismos mecanismos constitucionales y legales que les permitió hacerse del poder.
Equilibrio de poderes
De manera tradicional, los demócratas auténticos y fidedignos conciben que la democracia como sistema de gobierno se encuentra avalada por instituciones claves dentro de la democracia que se supone son independientes y autónomas, y que se fiscalizan de manera recíproca y mutua, justamente para evitar que una o alguna de ellas se exceda de sus atribuciones o abuse de las prerrogativas que le brinda la ley y el cargo funcional. Hablamos del conocido principio o precepto democrático cuya finalidad es establecer el equilibrio de poderes.
Se trata de un principio clave en la teoría política que busca evitar la concentración de poder en un solo órgano o individuo. En el contexto de un gobierno verdaderamente democrático y representativo, implica la división irrestricta de funciones y responsabilidades entre diferentes poderes y cargos, como el Poder Ejecutivo, el Legislativo, el Electoral, el Constitucional y, en última instancia, el Judicial, que se supone define lo legal de lo ilegal. Se trata de garantizar que ninguno de estos poderes ejerza un control total o en sobremanera sobre los otros, para fines de evitar cualquier desequilibrio que nos pueda conducir a un autoritarismo encubierto o agazapado.
Parlamento y financiamiento partidario
Se supone que la labor del Parlamento es legislar y en alguna medida ejercer todo tipo de fiscalización y control sobre los actos públicos y cualquier otro acontecimiento que tenga relación con el bienestar colectivo. En nuestro medio acontece todo lo contrario.
No solo el poder congresal se ha convertido en una fuente laboral de primer orden para cientos de personas que, sin reunir condiciones, trabajan en esa institución, sino que su mismo o pobre desempeño pone en evidencia su poco o magro rendimiento frente a la magnitud de los problemas que vive el país.
Nuestro Congreso de la República ha experimentado un notable y sorprendente incremento en su plantilla de trabajadores en los últimos años, pasando de 2,512 empleados en 2021 a 3,628 en abril de este año.
Este aumento ha generado un promedio de 28 trabajadores por cada legislador, lo que ha suscitado críticas y preocupaciones sobre la eficiencia y el gasto público.
Lo paradójico es que su labor no solo ha sido mediocre y motivo de muchos conflictos, sino que además su desprestigio ha ido en aumento hasta haber llegado a ser una de las instituciones con mayor índice de desaprobación.
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Quienes laboran en el Congreso, tanto en su condición de parlamentarios como también de empleados, son objeto de una serie de privilegios envidiables en comparación con las penurias que padecen millones de peruanos en condiciones totalmente desiguales.
Hablamos de una preocupación creciente en términos de continuidad y favoritismo político, por las estrechas vinculaciones, relaciones o simpatías partidarias que median de parte de quienes han entrado a laborar en los últimos tiempos en este poder del Estado, que como todos lo entendemos es clave para que la democracia crezca y se mantenga.
Se trata de una aguda impresión o percepción de que su lealtad funcional más se debe al partido o al parlamentario que los eligió que a la democracia a la cual, en teoría, deben lealtad.
Hablamos de grupos o partidos políticos que en la práctica no solo terminan siendo financiados por el propio Estado a través de estos mecanismos, sino que trabajan soterradamente a favor de un grupo partidario o consigna política, aunque a la misma vez disfrutando de las prerrogativas funcionales y económicas excepcionales y privilegiadas que les brinda la posibilidad de laborar en este poder del Estado.
Senda peligrosa y sinuosa
En consideración a las actitudes que viene asumiendo nuestro actual Congreso de la República, no tengo dudas de que la senda democrática para los próximos años es particularmente sinuosa y poco o nada clara.
No se trata de los golpes de Estado clásicos a los que estamos, en los últimos años, acostumbrados. Tampoco se trata de la muerte inmediata de la democracia con la clausura de los poderes del Estado y la subversión del orden, cuyos resultados nefastos son más que evidentes.
El verdadero problema es que todas estas transformaciones se están llevando a cabo por la aparente senda democrática. Nuestra Constitución Política y otras instituciones o poderes del Estado, nominalmente democráticas, siguen operando en términos y condiciones aparentemente normales y democráticas.
La población asistirá a las próximas elecciones, permitiendo que se elijan a los nuevos representantes. El problema es que los autócratas que serán electos seguirán manteniendo una apariencia de demócratas incólumes, aunque en muchos casos, con su forma de proceder, lo que están haciendo es destripar la democracia.
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