Un libro: un mundo con esperanza
Estación “La Cultura” de la línea 1 del metro de Lima: adultos, jóvenes y niños caminan con premura, como sombras urgentes bajo un cielo sin pausas. Las colas serpentean con resignación, largas como los días grises; en la zona preferencial los “avivados” hacen florecer de pronto enfermedades y arrugas fingidas, mientras en la fila común los verdaderos frágiles –ancianos, gestantes y enfermos– soportan empujones que ya nadie ve. El semáforo es pobre centinela, parpadea su impotencia, quisiera llorar por su inutilidad, lamenta su existencia, ya nadie lo respeta. En la esquina, los “jaladores” con sus altavoces subidos de decibeles son ajenos al caos que sus autos provocan al cruzarse sobre la vía ignorando el peligro. En la otra esquina, policías absortos en su teléfono olvidan que también hay una ciudad por ordenar, con ellos no es el tema. El tráfico hierve, los cláxones son himnos de un apuro sin destino. Pasos más allá, vendedores ambulantes reparten promesas envueltas en desnutridos panes y café pálido en botellas de plástico, justificando con voz firme lo que ya no alimenta. Y más allá, el tacho de basura –empachado, vencido– vomita su miseria al suelo, como si también quisiera escapar de tanto abandono.
En la vereda del frente, como si la ciudad estuviese siempre a punto de desmoronarse, hombres y mujeres corren desesperados para alcanzar el bus del Metropolitano, como si en ese acto fugaz se jugara algo más que el simple hecho de llegar. Corren como si la vida no admitiera tregua, como si el tiempo los amenazara, los persiguiera y los relojes dictaran sentencia. Las miradas van fijas hacia adelante, como si el suelo no existiera y solo importara lo que viene. Y, sin embargo, ahí nomás, a unos metros de ese vértigo colectivo, en una de las escalinatas que suben al Teatro Nacional, una escena se escapa de toda lógica: una señorita, sentada con las piernas cruzadas y el alma abierta, ajena al tráfago y al estruendo, lee. Sí, lee. Como si leyera no solo un libro, sino un mundo. Un libro de Mario Vargas Llosa entre las manos, firme y ligero a la vez, mientras sus ojos –tan vivos como calmos– se deslizan por las palabras como quien pasea por un jardín que no pertenece a esta ciudad. Es rara. Es distinta. Como si llevara otro ritmo en la sangre, en el corazón, como si hubiese elegido no correr, no gritar, no competir, sino habitar el instante, quedarse en él, trascender el tiempo. Y en esa quietud –silenciosa, serena, rebelde– parece más real que todo lo que se mueve a su alrededor. Sonrío, sueño, respiro: ¡tenemos esperanza!
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