Puriq Hampi
Los arrieros de Carmen Alto, incansables viajeros del tiempo, partían desde Huamanga como si el viento mismo les confiara secretos. No eran simples comerciantes. En sus cargas llevaban algo más profundo que mercancías: llevaban historias, ecos de la tierra, curaciones antiguas. Cruzaban los Andes, la costa ardiente y la selva honda, desafiando caminos quebrados y senderos sin promesas. Junto al trueque de productos, portaban saberes milenarios: ungüentos de hojas, brebajes de raíces, piedras molidas con intención sanadora, resinas, plumas, minerales que hablaban. Cada paso era aprendizaje, cada venta un acto de fe. Así, muchos aprendieron las medicinas que brotan de la tierra, no solo para comercializarlas, sino para (entenderla) entenderlas, respetarlas y seguirlas transmitiendo como un legado que no cabe en ninguna acémila, pero sí en la memoria de los pueblos.
Cuando el maestro Wilman Yaranga Huamán puso en mis manos su libro “Puriq Hampi”, el tiempo se abrió como una flor antigua, y volví, sin querer, a mis años de infancia junto a mi abuelita Serafina Peñafiel, allá en el caserío de Acctapa, en las alturas de Lucanas. Recuerdo con nitidez el arribo de los arrieros venidos de Huamanga, que llegaban como viajeros del cielo, haciendo un alto en sus casas de descanso, construidas para resistir el frío y las distancias. Con ellos también llegaban los colores, los aromas, los secretos; desplegaban sus tejidos como arcoíris terrestres y ofrecían sus medicinas como quien entrega trozos de sabiduría. Curaban no solo el cuerpo, sino también el alma que a veces dolía sin saber por qué. Todo eso volvió a mí, como un canto, al abrir aquel libro que también sabe caminar.
Este libro es un vademécum de la memoria viva, un canto de medicina ancestral y testimonio del arduo caminar de los arrieros. En cada página late la voz de los antiguos, condensando años de sabiduría nacida no en laboratorios, sino en la entraña misma de la tierra y el corazón comunitario. No se trata solo de recetas ni de hierbas, sino de vidas enteras entregadas al cuidado del otro, al arte profundo de sanar. Al leerlo, se comprende que para nuestros ancestros el comercio era apenas un puente: lo esencial era el vínculo, el acto solidario de dar y recibir. El trueque, más que un intercambio, era un pacto de respeto, un gesto sagrado que tejía comunidad y equilibrio en cada encuentro.
Cada vez que regreso a Huamanga, hay un destino al que siempre vuelvo: es el herbario que se alza humilde en las afueras del mercado Carlos F. Vivanco. Allí me reencuentro no solo con mi pasado, sino con la alegría de que nuestras sanas y sabias costumbres están vivas y se preservan en buenas manos.
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