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El infinito: la nueva plaza de Jorge Acuña Paredes

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Fecha Publicación: 02/05/2025 - 20:50
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El murmullo invade cada esquina de la colorida Plaza San Martín como una brisa espesa de voces, risas y pasos entrelazados. De pronto, sin aviso, el mundo parece detenerse: un giro imperceptible en el viento, una pausa en la música cotidiana. Todos, como guiados por un hilo invisible, voltean sus cuerpos y fijan sus miradas en una sola dirección. Algo sucede. Algo diferente. Algo que no se explica con palabras. Allí, en el centro, como estatua nacida del asombro, un hombre con el rostro pintado de blanco emerge entre la multitud: es Jorge Acuña Paredes. No es un hombre común; es un destello mudo en medio del ruido, un espejo que refleja lo que a veces olvidamos mirar. Su cara, blanca como la luna antes del amanecer, no muestra emoción, pero transmite todas. Sus movimientos son precisos, extraños y suaves, como si su cuerpo hablara en un idioma que todos entienden sin haberlo aprendido. Cada gesto suyo es un poema sin palabras, un sermón de esperanza. Con un solo movimiento de su mano, nos recuerda lo frágil y lo inmenso; con un leve temblor de sus hombros, nos hace cómplices del milagro de estar vivos. Magnetiza. Hipnotiza. Despierta. Hace soñar.
La gente comienza a vibrar, y hasta los más distraídos sienten el llamado. De pronto, las carcajadas brotan como una cascada sin control. El asombro da paso a la risa, la risa al aplauso, el aplauso al clamor colectivo. No hay guion, no hay escenario, pero la gente actúa dentro de esa obra invisible que el mimo ha creado sólo con su presencia. Él, sin embargo, no responde al bullicio. No se enorgullece, no se conmueve, no se detiene. Sigue en lo suyo, como si estuviera en otra dimensión donde el aplauso no interrumpe, donde el ego no existe, donde solamente importan, el instante, el mensaje, el arte.
Jorge Acuña no necesita palabras. Él es el silencio que revela, la quietud que transforma, el espejo donde la ciudad, por un breve momento, se ve a sí misma. Y tras su partida al infinito —dejando el eco, pero no el estruendo—, la plaza seguirá vibrando, como si su alma se hubiera quedado entre las piedras, en la sombra de un farol o en la risa de un niño que todavía no entiende por qué, al mirarlo, sintió esperanza. Que la función no se detenga, que continúe en su nuevo escenario y que donde se encuentre actúe como si estuviese en la Plaza San Martín.

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