Anomia peligrosa en Ministerio Público: crisis direccionada y riesgo institucional [ANÁLISIS]
La pugna entre fiscales supremos erosiona el principio de autoridad y paraliza la conducción de la Fiscalía.
La grave crisis que afecta al Ministerio Público como institución rectora, y al mismo tiempo defensora de la legalidad y el Estado de derecho en el país, no es solo una controversia entre fiscales de alto rango que se disputan una presencia o la titularidad en el ejercicio de tan alto cargo. Es mucho más que eso: es la peor crisis y trance por la que atraviesa una institución tutelar que es clave para la permanencia y la continuidad de la democracia y el respeto por el Estado de derecho en la nación.
Su rol como institución autónoma, tutelar y ejemplar no es poca cosa para un país que vive una profunda crisis en materia de moral pública y ciudadana. Su función es la promoción y la defensa de la legalidad en todo su contexto, así como de los intereses públicos y de la población que se encuentran amparados por el derecho.
Es una entidad que fue formalmente incorporada a nuestro marco constitucional para velar por la independencia de los órganos jurisdiccionales y la correcta administración de justicia; la Fiscalía de la Nación representa a la sociedad en los procesos judiciales y conduce desde sus inicios las investigaciones de oficio cuando se ha cometido un delito.
Tiene iniciativa legislativa propia ante el Congreso y la Presidencia de la República para la formulación de leyes que considere conveniente para la prosperidad del país. En otras palabras, la inestabilidad, el desorden y la inseguridad de una institución como el Ministerio Público afecta directamente y tiene graves repercusiones sobre la vida de la nación y de todos y cada uno de los peruanos.
Crisis direccionada
Hablamos no solo de una mera controversia o litigio interno por parte de grupos heterogéneos de fiscales supremos, que de una u otra manera pugnan entre sí por una cuota de poder para efectos de dirigir el curso de su institución, sino de una debacle interna de impredecibles proyecciones que, a mediano plazo, no hace otra cosa que socavar el principio de autoridad, de la misma institución fiscal y el respeto por la ley. No se trata de si se desacata o no lo que dispone la Junta Nacional de Justicia respecto a la restitución en el cargo de una fiscal desaforada.
Aunque ello resulta interesante para el curso de los acontecimientos en la trayectoria institucional, a mi entender, el tema es otro: hablamos sobre cómo capitalizar políticamente esta crisis institucional para que, en su momento oportuno y su direccionamiento, justifique a plenitud una intervención de la institución, y de esa manera lograr un manejo absoluto y, sobre todo, que implique torcer el curso de los acontecimientos.
A la Fiscalía de la Nación le corresponde decidir a quién se indaga, a quién se investiga y a quién o a quiénes se acusa y en qué términos, a lo que se suma también la iniciativa en materia de colaboración eficaz.
Anomia fiscal
La anomia es un término sociológico acuñado hace algunos años por Émile Durkheim, y que en el presente caso es más que oportuno tenerlo en consideración. Se trata de situaciones de aprietos, crisis y grandes dificultades que afectan a la sociedad en su conjunto cuando se resquebraja el principio de autoridad. Incluso hay quienes refieren que la anomia es una forma encubierta de suicidio social, institucional o colectivo.
Se diluyen o debilitan los vínculos que una institución tiene con la sociedad cuando fluye el irrespeto a la ley y no se cumple con los mandatos que emanan de las autoridades. El colectivo social pierde rumbo frente a los acontecimientos porque se genera un vacío institucional que, en el presente caso, es objeto de interés político como parte de una estrategia para desmerecer la institucionalidad en pleno, focalizada en una institución que la representa a plenitud y que es clave para la democracia.
No hablamos de cualquier institución o funcionario común y corriente que violentan la ley en el desempeño de sus funciones cotidianas, como frecuentemente acontece muchas veces y cuyas omisiones se subsanan en lo administrativo. Se trata de fiscales supremos que representan a la legalidad en su totalidad y que velan por la independencia de los órganos jurisdiccionales que tienen directa relación con la administración de la justicia.
Intereses en juego
No me refiero solo al comportamiento o actitudes devenidas de un funcionario o grupo de ellos de alto nivel que asumen actitudes equívocas, sino a lo que subyace en el trasfondo de la misma crisis institucional y cómo se puede sacar provecho del trance en el que se encuentra el Ministerio Público. No ignoremos que, en la actualidad, de los 130 parlamentarios en ejercicio, más de medio centenar cuentan con indagaciones o investigaciones en su contra por presuntos delitos contra la administración pública, la fe pública y contra el patrimonio, entre otros.
Solo hasta mayo del año pasado, según información periodística vertida, eran algo de 136 los presuntos delitos que se imputaban a diferentes congresistas de distintas bancadas o agrupaciones políticas, y nada menos que 78 las carpetas fiscales las que se encontraban abiertas y paralizadas.
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En el caso de la primera mandataria en ejercicio, aunque ello dispone del respaldo institucional por parte de una mayoría parlamentaria, según la misma Fiscalía, a la fecha tiene en su contra 34 denuncias por distintos delitos, unos de mínima y otros de mucho mayor gravedad.
Hablamos de cifras nada despreciables para considerar más que incómodo al Ministerio Público. Un acervo de fiscalización que ahora o más adelante requiere alguna fórmula de control para neutralizarlo.
Doble juego discreto
Se trataría de un doble juego subrepticio, inteligente y, sobre todo, discreto, en torno al curso conveniente y certero que debe seguir el curso de la crisis que remece al Ministerio Público, a los efectos de, en cualquier momento, intervenirlo: primero, dejar que sea la misma institución y, solo a través de sus decisiones internas, para que se vaya consolidando una desestabilización progresiva, y sea la misma institución la que se quiebre por sí misma ante el desprestigio que suscita ante la opinión pública.
Que se vaya desmoronando de manera progresiva y creciente ante la ausencia de capacidad interna y directriz para solucionar los agudos conflictos que lo afectan en su interior; y, segundo, desde afuera de la propia institución, como parte de una estrategia política que persigue resquebrajar la institucionalidad en su conjunto, a la espera del momento oportuno para intervenirla dentro de las prerrogativas que permite la democracia.
Hablamos de convertir las instituciones públicas en armas políticas, que se esgrimen de manera enérgica y encubierta ante el clamor popular, por parte de quienes persiguen el control de instituciones que, como en el presente caso, son clave para el soporte de la democracia. En otras palabras, permitir que las instituciones sucumban por propia inercia o incapacidad para, finalmente, poder liquidarlas.
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